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Yo,
Olga Orozco, desde tu corazón digo a todos
que muero.
Amé la soledad, la heroica perduración de
toda fe,
el ocio donde crecen animales extraños y
plantas fabulosas,
la sombra de un gran tiempo que pasó entre
misterios y entre alucinaciones,
y también el pequeño temblor de las bujías
en el anochecer.
Mi historia está en mis manos y en las manos
con que otros la tatuaron.
De mi estadía quedan las magias y los ritos,
unas fechas gastadas por el soplo de un
despiadado amor,
la humareda distante de la casa donde nunca
estuvimos,
y unos gestos dispersos entre los gestos
de otros que no me conocieron.
Lo demás aún se cumple en el olvido,
aún labra la desdicha en el rostro de aquella
que se buscaba en mí igual/
que en un espejo de sonrientes praderas,
y a la que tú verás extrañamente ajena:
mi propia aparecida condenada a mi forma
de este mundo.
Ella hubiera querido guardarme en el desdén
o en el orgullo,
en el último instante fulmíneo como el rayo,
no en el túmulo incierto donde alzo todavía
la voz ronca y llorada
entre los remolinos de tu corazón.
No. Esta muerte no tiene descanso ni grandeza.
No puedo estar mirándola por primera vez
durante tanto tiempo.
Pero debo seguir muriendo hasta tu muerte
porque soy tu testigo ante una ley más honda
y más oscura que los/
cambiantes sueños,
allá, donde escribimos la sentencia:
"Ellos han muerto ya.
Se habían elegido por castigo y perdón,
por cielo y por infierno.
Son ahora una mancha de humedad en las paredes
del primer aposento".
Olga
Orozco, Relámpagos de lo invisible.
Antología, FCE, Buenos Aires, 1998. |