Olga Orozco

(1920-1999)



Toay: un siglo de luz


En Toay "vi por primera vez la luz", como es habitual decir. Una luz de fines de un verano que sería más que prodigioso recordar. Pero yo diría por dos veces, ya que la luz eléctrica llegó a este pueblo cuando yo era pequeñísima, traída por el espiritu progresista de mi padre. Carmelo Gugliotta. quien fue un pionero de la colonización que ganó enormes territorios al desierto y ocupó, durante largos años, la Intendencia Municipal de esta población, borrosa e incipiente en aquel tiempo. Mi madre fue su incondicional, inteligente y mútliple colaboradora Cecilia Orozco, cuyo apellido adopté para firmar mis primeras publicaciones, porque me pareció más armonioso y anónimo que el paterno, y así quedé definitivamente. De ellos heredé el amor por este pueblo, amor que estará documentado por sus actos, sin duda, en los anales del pasado, y cuya enumención parecería inútil tener que subrayar. Esa herencia creció, se pulió en mi con los años, a través de nostalgias obstinadas, de presencias memoriosas y de ausencias.En este pueblo aprendí a leer y a escribir y a querer a mis primeros amigos, cuando los médanos cambiaban de lugar llevados por el viento,cuando los cardos rusos circulaban como intrusos fantasmales por algunos caminos, y las casas, salvo las que rodeaban la plaza, casi no tenían vecinos. Este fue el mágico lugar de mis aventuras y mis exploraciones infantiles, de mis asombros y mis miedos, del enigma que significaba cada planta, cada animal y cada estación, con sus escarchas, sus ardores, sus sequías y sus migraciones. He dicho muchas veces que aquí recibí mis primeras lecciones de abismo y de absoluto. El cielo me las dió, me las dió la llanura abierta y desmesurada. Del pájaro aprendí a buscar a Dios, a perderlo de vista, a volverlo a encontrar, a sentir su presencia en pleno vuelo. Recuerdo muchas caras, muchos nombres, compañeros de juegos y de descubrimientos, personas que ya no están. Aquí quedaron para siempre tres hermanos y un abuelo. Aquí están todavía edificios y lugares que sobreviven iguales y otros remozados, la vieja y misteriosa pirámide -que debería ser el centro de un gran plan y quedó desplazada- vestida ahora con una envoltura nueva, la escuela y la iglesia donde tal vez suenen las mismas campanas, y más allá mi casa, la única sobreviviente familiar que me queda. Estaba allí cuando nací y tal vez esté allí cuando me vaya. Siempre la sentí como una protección, y si pensaba por las noches en viajes fantásticos, viajaba en la casa como un navío, tan seguro que por las mañanas me depositaba en el lugar de siempre, junto al mismo jardín. Cuando me fui de Toay, la encontré en cada casa donde vivi, a veces reducida a una pared, a una ventana, a un perfume secreto. Es un símbolo permanente para mi. Es el eje del mundo que comunica con el centro del cielo. Dije "cuando me fui de Toay" ¿Me fui del todo alguna vez? Toay es una puerta que se quedó abierta para siempre en mi memoria y por la que podía entrar a mi antojo para encontrar la fiesta o el sosiego. Por ella vuelvo a entrar ahora en este pueblo y en esta Pampa, que entonces luchaba por llegar a ser provincia, y veo esta realidad hace tiempo cumplida, y festejo el dichoso Centenario de Toay. Alguien ha dicho que "la pampa es distancia detenida, tiempo sin aventura, prisión sin rejas". Para mí es espacio en movimiento, donde todo ocurre llanamente, sin barreras para las travesías heroicas y la aventura del extranjero que llega y quiere quedarse, por ejemplo. Es un espacio áspero, pero acogedor, en que nada desaparece y todo se destaca: hueso, piedra, fuego, jinete, caminante, adquieren en la envolvente soledad un relieve que los convierte en el centro del mundo. Cada uno encuentra su lugar, su servicio, su importancia. Tal vez inspirado por ese horizonte siempre a la vista y siempre inalcanzable, invitado por ese vértigo horizontal que lleva a seguir más adelante en la misión, siempre un poco más allá del propósito cumplido, fue así como Don Guillermo Brown, el primer prócer de este pueblo fundó Toay, venciendo tropiezos, dilaciones y desfallecimientos. Lo fundó entre arenales, pastos duros, letargo y desolación. Hubo un gran sueño que no se le cumplió, pero de muchos emergió con un rescate tangible entre las manos. Otros hombres llegaron después para continuar el camino, planear más proyectos, terminar trazados, fomentar otras obras, perfeccionar instalaciones y dar un nuevo empuje a cada impulso dado. Y tanto que hoy vemos -y benditos sean los ojos que lo ven- este pueblo prolijo, recortado, floreciente, encantador, brillando como una joya en la transparencia de la distancia. En esta fecha dos veces feliz, por la celebración de nuestra Independencia y la del Centenario de nuestro Toay, pido un recuerdo que sea como una flor sobre la memoria de Don Guillermo Brown y la de todos aquellos que continuaron hasta hoy el camino que abrió.

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