Comunidad
Ranquel Toay
Ceremonia
Sagrada en La Pampa
La vuelta a su tierra de Mariano Rosas el cacique
de los Ranqueles
Los
restos del cacique muerto en 1877 quedaron
en un mausoleo, en el paraje de donde habían
sido profanados.
Sin funcionarios ni curiosos, rodeados sólo
por chañares y pajonales, los descendientes
del cacique Mariano Rosas y dirigen-tes de
comunidades ranqueles y mapuches dieron ayer
el último adiós a sus restos, que habían sido
restituidos el viernes |
 |
por
el Gobierno nacional. a
no están las tolderías ni los galopes temerarios
que describió el coronel Lucio V. Mansilla
en Una excursión a los indios ranqueles. La
pampa sigue siendo —a pesar de los alambrados—
aplastantemente ancha. Y ajena. Tanto, que
los actuales indígenas tienen que reaprender
de sus hermanos de la Patagonia cómo recuperar
su identidad.
En la medianoche del sábado volvieron a Leuvucó,
donde vivió Mariano Rosas hasta su muerte,
en 1877, y donde ahora se levanta el pequeño
mausoleo que guarda sus restos. Cobijados
por el único resplandor de las fogatas para
sobrellevar una noche de hielo, esperaron
la salida del Sol para celebrar el Año Nuevo
Indígena.
En realidad, los pueblos originarios de América
lo hicieron el 21 de junio. Pero ante la invitación
de los lonkos (caciques) ranqueles para asistir
al entierro de quien fue su cacique general,
sus pares de comunidades mapuches decidieron
compartir la ceremonia.
Desde
ayer, el paraje Leuvucó tiene una nueva historia,
que condensa las cruzas raciales, religiosas
y culturales que se produjeron a partir de
la colonización española. A pocos metros del
mausoleo donde descansa el cacique ranquel
—nacido Panquethruz Güor y bautizado con el
padrinazgo de Juan Manuel de Rosas—, los mapuches
establecieron un rewe,un
lugar sagrado. Pero el tótem levantado en
el centro no fue labrado en madera de pehuén,
la centenaria araucaria cordillerana, sino
en un tronco de caldén.
Sólo
brillaba el lucero del alba cuando, a las
7.45, sonó el cuerno de la trutruka (corneta)
y unos 70 indígenas inciaron la rogativa.
Envueltos en ponchos o frazadas, los hombres
dejaron a un lado sombreros y gorros y formaron
en hilera mirando al naciente. Detrás se ubicaron
las mujeres.
Abstraídos de la helada que mojaba el arenal
y convertía los pies en piedras, los lonkos
principales hicieron ruegos en idioma mapuzungum
a Nguenechén, "el Dios de la gente". Acompañados
por el tambor mapuche, le ofrendaron yerba
y saludaron los primeros rayos del Sol alzando
los brazos y abriendo los puños.
El despertar bochinchero de los loros barranqueros
no llegó a quebrar la solemnidad del ritual.
Cuando fue el turno de las mujeres, el cielo
iba tiñéndose de rosa y ya se distinguían
los rostros labrados, alternando con algunas
caras casi europeas, de no ser por el grueso
cabello negro.
Entre ellos estaba la cantante de rock María
Gabriela Epumer, sobrina tataranieta de Mariano
Rosas. "Nuestro bisabuelo, que quedó viviendo
en Buenos Aires, era hijo de Epumer, el hermano
de Mariano, que lo sucedió a su muerte —contó
más tarde—. Siempre quise estar en una rogativa,
pero recién ahora tuve la oportunidad".
Un cacique mapuche agradeció "a los rankülches
que permitieron llevar adelante la ceremonia.
Cuiden esto —exhortó—: éste es el lugar donde
se reunían nuestros antepasados para hacer
algún parlamento. Nosotros volveremos a este
lugar".
"Estamos viviendo un momento único en la historia
de los pueblos indígenas de la Argentina,
y queremos agradecer a los hermanos que nos
están acompañando y enseñando —retribuyó el
cacique Canoé—. Estamos en el inicio de la
recuperación de nuestra identidad y nos hace
falta mucha ayuda de ustedes, que han sabido
conservarla todo el tiempo. Ahora querría
que me acompañaran para dejar en su lugar
a nuestro querido jefe, Panquithruz Güor".
Ana María Domínguez, una de sus sobrinas tataranietas,
tomó la urna envuelta en la bandera rankülche
y encabezó el círculo en torno del lugar sagrado.
Tres notas rugosas de la trutruka rasgaron
la niebla, y el cortejo fúnebre rodeó el montículo.
La cajita de madera fue destapada y los parientes
se acercaron para despedirse. "Marianito,
Marianito", susurró la anciana Felisa Rosa
Pereyra, mientras acariciaba el cráneo que
durante más de un siglo estuvo expuesto en
el Museo de Ciencias Naturales de La Plata.
Llegó a persignarse, y algún dolor inescrutable
la aflojó desmayada en brazos de sus familiares.
Quizá no haya sido ése el lugar exacto donde
en 1879 el coronel Eduardo Racedo profanó
la tumba y tomó la calavera. La tierra arenosa
que ayer depositaron sobre la urna sus descendientes
sigue siendo la misma. Pero ya no les pertenece.
Fuente:
Diario Clarín 26-06-01
Por SIBILA CAMPS. Enviada especial a Leuvucó,
La Pampa. |
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