APENAS
ONCE HABITANTES Y DECENAS DE CASAS VACIAS
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Fuente:
diario "Página12" - Sección
Sociedad - Domingo, 24 de Marzo de 2002-
Por Alenadra DANDAN
Naicó es
uno de los pueblos que, abandonado por el tren
y los aserraderos, se quedó sin gente.
Está en La Pampa, a 50 kilómetros
de la capital provincial. Alguna vez tuvo 600
habitantes, comisaría, estación
de tren, juzgado y hasta un hotel. Hoy quedan
once personas. Página/12 recorrió
el pueblo vacío.
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En
unos años, esta historia tal vez empiece
diciendo “Había una vez un pueblo”.
¿A cuál de los once habitantes
de Naicó le tocará contarla?
¿Será el viejo Matías?
Tal vez. A los siete años era mozo
del almacén, fue encargado del correo,
del club de fútbol y hasta de correr
al tren por la revista de Boca. ¿Lo
hará la maestra? ¿Seguirá
volviendo aquí todos los días
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como
desde hace nueve años? ¿O la contará
Irma, que ahora se mudó a la estación
fantasma abandonada por el tren? En el peor de los
casos, la historia la contará una radio.
Y no cualquiera, sino la del equipo de handy que
suena en el patrullero del único policía
del pueblo. En ese caso, los partes ya no hablarían
de robos de ganado ni de caza furtiva. Habría
un silencio muy largo y después la misma
voz de siempre mencionaría al pueblo: “Con
la huida de los últimos once habitantes de
Naicó –diría– se anuncia,
repito, se anuncia el cierre del pueblo, repito,
se anuncia el cierre del pueblo. Punto final, repito,
punto y final”.
El pueblo no es un pueblo fantasma pero se parece.
Hay casas abandonadas por todos lados repitiendo
entre ecos los ruidos de otras vidas. Naicó
es uno de los cuatrocientos pueblos que desaparecen
en el país. Está en pleno corazón
pampeano, a sólo cincuenta kilómetros
de Santa Rosa. Esa distancia es simbólica:
los pocos kilómetros de monte y de arcilla
son capaces de cruzar la barrera de un siglo. En
el pueblo no hay colectivos, ni teléfonos,
ni nada que hable de ciudades presentes.
–¿Qué hacen si se quedan sin
leche?
–¿Yo? Ordeño –dirá
Irma más tarde–. Tengo las vacas acá,
tengo chanchos, hago chorizos, tengo todo. Estoy
mejor acá que en la ciudad: si quiero un
cordero voy y me lo hago, si quiero un chancho o
un lechón me lo hago.
Fantasmas
Hasta hace dos años, los que quedaban acá
continuaban moviéndose en sulky. Ahora, los
once habitantes –Irma con su marido, el viejo
Matías con su hijo y la nuera, el policía
con su mujer y sus dos hijos, el quesero Ramón
y Jorge, el pocero– andan recorriendo las
calles como jinetes, montados en camionetas en ruinas.
Una de ellas quedó estacionada frente a un
viejo conventillo. Alguien la dejó ahí
completamente abierta, con el manojo de llaves colgadas,
casi acostumbradas al ritmo quieto del pueblo. ¿Alguien?
¿Pero hace cuánto? Las marcas de la
camioneta son más modernas que los muebles
que recortan ahora los bordes de una ventana. Detrás
de aquel marco aparece una silla, un colchón
y la cera derretida de una vela dormida sobre una
mesa.
–¿Qué hacen acá? –pregunta
de pronto un hombre, con la apariencia de un espíritu–.
¿No saben que esto es un pueblo fantasma?
El caballero se burla de los extraños y de
su propia risa. Los fantasmas no son sólo
una ocurrencia, sino el resultado de una película
filmada el año pasado en las calles. En aquella
película, Naicó no existía,
fue nombrada como pueblo fantasma.
Sólo por razones de uso, el hombre del pueblo
fantasma ahora es propietario del colchón,
de la vela y hasta de la ventana roída del
conventillo. En un pueblo donde las últimas
leyes fueron dictadas por un alcalde que ya no está,
la usurpación no se condena. Aun así,
la mayor parte de las casas siguen vacías.
Se ocupó la vieja estación del tren
y la comisaría, pero a nadie se le ocurrió
meterse, por ejemplo, en el cascarón de la
iglesia. Bajo los techos abovedados, la nave central
ya no tiene bancos, ni luces, pero todavía
existe un altar. Las puertas están cerradas
con candados, pero las rejas permiten verlo, frío,
suspendido contra el fondo. Ahora nadie puede pasar,
ni siquiera es posible llegar hasta el escalón
reclinado frente al confesionario donde quizá
se escuchen todavía historias viejas de pecados.
O las confesiones de aquel ladrón, que hace
unos años pasó por la iglesia para
llevarse la araña de bronce que había
quedado colgando del techo.
Nunca se conoció su nombre pero fue su única
fechoría.
–Podés irte y dejar las llaves colgadas
–dice el dueño del colchón–,
dejar abierta la casa y la camioneta completa durante
quince días. Podés dejarlas dos meses
más, y cuando vuelvas las vas a encontrar.
Jorge está convencido de eso. Vive así
desde hace años. En algún momento
también se le ocurrió alejarse del
lugar, pero volvió después de unos
meses. Cuando regresó, ya no tenía
vecinos, ni ruidos molestos, ni quejas de consorcio.
Tampoco un puesto donde tomarse un café.
Cuando se queda sin provisiones, usa a la maestra
como cadete. Es la única que entra y sale
de Naicó todos los días. Ella lleva
los cigarrillos y él, mientras tanto, sigue
ahí, solo y espera. En seis meses volverá
el tiempo de la parición y lo llamarán
del campo para asistir a las vacas. Recién
entonces, cuando vuelvan a buscarlo, Jorge montará
su camioneta y girará el manojo de llaves
todavía quieto.
¿Qué tren?
Frente a la iglesia, los productores de aquella
película dejaron colgado un cartel. Entre
crayones fileteados volvieron a ponerle nombre a
la esquina: “Fonseca, almacén de ramos
generales”, dice el cartel. En esa tienda
se abastecían los seiscientos habitantes
de Naicó. El pueblo, entonces, tenía
una carnicería, verdulería y panadería,
todo era en singular como el surtidor de nafta,
la peluquería y hasta el telégrafo
con mensajería. Muy cerca del centro estaba
el Registro Civil y un hotel con doce camas se alargaba
pegado al almacén de Fonseca. Ahí
paraban viajantes y algunos de los mil hacheros
que trabajaban a unos veinte kilómetros cortando
leña y madera en los bosques del caldén.
La leña y la explotación del monte
eran lo más importante del pueblo. Había
tres aserraderos y, desde el bosque, los hacheros
sacaban leña para buena parte del país.
Cada tarde, la carga salía montada sobre
la serpentina de rieles que florecían desde
adentro. A poco de andar a través del pueblo,
los vagones llegaban a la estación del ferrocarril
del Sud para engancharse con la locomotora del tren
que paraba en Naicó. Desde ahí, la
carga seguía el circuito del tren: de ida
viajaba a Bahía Blanca y de vuelta lo hacía
a Toay, la cabecera del ramal, a diez kilómetros
de Santa Rosa.
Acá dicen que fue el progreso quien mató
a los hacheros, a la leña y al tren. Y aunque
es absurdo, el progreso también se llevó
a una parte del pueblo. Cuando se construyeron los
primeros gasoductos del país y la leña
comenzaba a cambiarse por gas, Naicó no encontró
el modo de seguir creciendo. La tierra era demasiado
salada para los cultivos y en el pueblo todos habían
crecido para ser pueblo y no para trabajar con la
hacienda.
Mientras eso sucedía, la provincia preparaba
el golpe final. Eran los años 50 y se comenzaban
a proyectar las rutas que enlazarían La Pampa
con el resto del país. En el nuevo mapa de
carreteras, Naicó aparecía a treinta
y cinco kilómetros del asfalto. Cinco años
después, la ruta quedó terminada,
y en su prisa de ciudad se iban a ir borrando los
pueblos.
Con el tren, los tiempos fueron más lentos.
En el ‘74 dejó de pasar el de pasajeros,
pero el de carga siguió hasta el ‘91.
Los servicios no llegaban todos los días;
lo hacían cada tanto, con la frecuencia de
quien se dedica a retrasar pacientemente la agonía
de un muerto. En esos viajes llegaban las cartas
y alguna mercadería encargada por el dueño
del almacén que aún vive en el pueblo.
Ahora, Matías Kin tiene 67 años y
se acuerda de los últimos años del
tren con la conciencia de quien se sabe en el filo
crítico de un borde.
Era el final de la última dictadura, dice
mientras retrasa el paso entre las calles peladas.
En el pueblo habían nombrado a un sargento
como interventor. Uno de esos días, el viejo
se levantó haciendo cuentas: estaba convencido
de que el tren no rendía ni para cubrir los
gastos del jefe de la estación. Entonces
se vistió, se peinó y se fue hasta
el centro: estaba dispuesto a discutir con el interventor.
–Dígame –le dijo–, ¿para
qué tiene abierta la estación? Si
acá no se cargan más animales, ni
se cargan cereales, ni se carga la leña.
¿Qué se hace con lo poco que pago
yo?
Todavía hoy no entiende la respuesta que
ese día le dio el sargento.
–El hombre tenía sus buenas ideas –cree
el viejo–, resulta que me dijo que no podía
cerrar la estación. Que el gobierno no quería.
Que era peligroso porque la gente se iría.
Parece que preferían a la gente desparramada
por ahí y no acumulada en una sola ciudad.
En medio de esas calles, el viejo parece salido
del túnel del tiempo. Camina despacio como
empujando carros invisibles o espacios ocupados
por fantasmas. Todavía es capaz de oír
el rugido de los carros tirados por caballos que
no dejaban de llegar al pueblo. Lo cuenta ahora,
justo cuando sus pies de abuelo pisan un tendido
de arena que alguna vez fue una gran avenida. Era
el cruce de 9 de Julio y la avenida Libertad. Y
también al viejo le parece un chiste.
Ahora, cuando la calle se abre, ya en el camino
hacia la vieja comisaría, don Matías
atraviesa un paredón de ladrillos donde tiempo
atrás hubo un juzgado de paz y, poco después,
estuvo la estafeta de correos. En esa época
él pasaba todos los días por ahí
y se marchaba después de comprar estampillas.
No se había vuelto coleccionista. El viejo
estaba convencido de que ésa era la única
forma de salvar el correo. Cada año, los
bultos de cartas se hacían más flacos
y si la noticia llegaba a oídos de los administradores
del puesto, podían levantar el correo. Con
la venta de estampillas reinventaban el movimiento
y en esa especie de juego, lo que menos importaba
eran los métodos.
La comisaría ya está a unos pocos
metros, pero el viejo no encontrará presos
sino quesos de cabra ácidos y sin sabor.
El dueño de la comisaría no es un
comisario sino un tal Ramón, ausente por
estos días. De todos modos, como es costumbre
por aquí, la tranquera y la casa han quedado
abiertas y el viejo no pregunta cuando entra.
Hace unos veinte años se habría encontrado
a los cuchilleros del pueblo. Después de
las copas, los más agitados se quedaban a
pasar la noche en calidad de detenidos. Ahora, los
dos calabozos están cerrados. Aunque la comisaría
fue ocupada, al tal Ramón nunca se le ocurrió
reciclarlos. Antes de alejarse, el viejo repasa
los candados, las cadenas y pasa los dedos en la
madera aplastadas contra los marcos de las puertas.
Plaza San Martín
El nuevo destacamento policial está en la
entrada del pueblo. En otros tiempos, por ese edificio
pasó la Junta Vecinal y después el
intendente. Ahora viven el policía Sandoval,
su mujer, sus dos hijos y unas cuantas gallinas
de corral. Con los dos únicos calabozos cerrados
nadie sabe dónde poner a los presos. Sandoval
está preocupado porque ahora comenzó
la temporada de caza y por los montes suelen meterse
los especialistas en cazas furtivas de ciervo. Si
decide seguir fiel a la ley, Sandoval debe perseguirlos,
detenerlos, dejarlos sin armas ni camionetas. Y
si la situación se tensa, incluso puede detenerlos:
¿pero dónde?
Como no hay sitios ni rejas, usa su radio. Con el
equipo pide refuerzos a la comisaría que
está a unos cuarenta kilómetros. A
partir de ahí se sienta y espera: sus colegas
de Toya podrán demorarse dos horas. En ese
lapso habrá tiempo de sobra para hacerse
amigo de sus presos.
Sandoval tiene un vicio: todos los días,
cuando se levanta, va y prende la radio. El equipo
está siempre en su camioneta y como ahora,
trasmite los policiales del día:
–“Infracciones de la hora diez –dice
el operador y repite–, infracciones de la
hora diez. Valor sustraído en pesos setecientos
punto. Valor sustraído en pesos setecientos,
aproximadamente, prosigo. No se sospecha de persona
alguna punto. No se sospecha de persona alguna punto
seguido...”
A unos doscientos metros de ahí, camino al
centro del pueblo, alguien descubre la plaza. Está
frente a la iglesia, casi como en cualquier otro
pueblo. Pero en Naicó las cosas son distintas.
Sólo un experto puede encontrarla: la plaza
no tiene bordes, ni juegos, ni espacio abierto.
Toda la superficie es una selva cubierta de crespones
crecidos. Adentro, después de una barrera
de pastos cada vez más altos, aún
hay un pilar que sostiene el caño de un mástil.
En un chapón está el nombre, su nombre:
Plaza San Martín. Y hacia abajo, con una
fecha, se destiñe la letra de sus dueños:
“Homenaje del vecindario de Naicó a
la bandera de la Patria: 27.6.1912 - 20.6.1940”.
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