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TELEVISIÓN VERSUS LECTURA

                                                                                    
- Primera Parte

Leer es oponer, trasladar, sustituir, crear mundos. La lectura tiene trascendencia espiritual, nos invita a razonar e imaginar, así se enriquece la vida personal de cada uno de los lectores, permite formarse una opinión y conservar, en lo que atañe a los asuntos públicos, un espíritu crítico y constructivo.
En los últimos años es notable la disminución de lectores y el aumento de espectadores. La cultura audiovisual fue sustituyendo poco a poco a la letrada.
Desde hace unas décadas, la televisión no solo ha usurpado los coeficientes didácticos de la lectura sino también obligado al espectador a asumir una postura estática. En efecto, frente al receptor, el ser humano fija la cabeza y mira. Observa imperturbablemente y nada más, ya que el aparato le da todo hecho y masticado. El individuo ya no coopera dialogando con el autor de un texto escrito, sino admitiendo lo que resuelve un equipo de personas. Vale decir que el goce y el deleite del relato o cuento que le ofrecen por ese medio ya no es el mismo, por ser puramente sensorial.
La mecánica de la lectura siempre tuvo trascendencia espiritual, porque insta a razonar e imaginar. Difiere totalmente de la comodidad y la plenitud de la televisión. El lector que se concentra en el texto que lee, no pierde la ilación y complacencia que disfruta. En cambio, el telespectador que acepta pasivamente lo que le brinda la pantalla, se deja estar, se adecua al tedio que produce y desplomada su personalidad, se hunde en la modorra.
Todos conocemos -y padecemos- el apresuramiento en vivir. Esta característica de la vida moderna, resultante, en general, de un predominio del interés económico e individual sobre las actividades. Pero, lo que es peor, el vértigo de la hora actual ha ido más allá de lo que puede interesar a la economía o a la industria, hasta avasallar el pensamiento. Y, así, no podemos evitarnos la angustia de ser testigos de una de las más grandes crisis de la humanidad: la crisis del espíritu. Es necesario pagar tributo al progreso, y es alto su precio. Sólo nos salva la certidumbre de marchar por un camino equivocado. Sin embargo, pese a esa certidumbre que aumenta su angustia, el hombre moderno difícilmente elude la vorágine total. Se transforma en una de las tantas piezas de ese mecanismo. Y con igual rapidez con que se mueve, habla, come y se debate, también enciende la televisión que es más cómoda porque resume todo y lo distrae.


                                                                                Gabriela Ramírez



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