Por
la Huella del Tigre
Caminos
de Nahuel Payún

Boletín
cultural de entrega gratuita
(Edición
digitalizada)
•
La
niñez en el Tuai de 1950
-por
Nina Dip
Mi
calle, la Saénz Peña,
donde viví mi infancia y hoy
mi madurez, era un solar alambrado.
Para ir al centro caminábamos
por un caminito de romerillo y de renuevos
de caldén. Cuántas veces
enterramos tesoros de azúcar
y harina en esa huella para no llegar
a casa con grandes paquetes de caramelos
y masitas que comprábamos en
la Casa Nueva por nimios 5 centavos.
Y al otro día, cuando volvíamos
a recorrer ese camino para ir a la escuela,
le íbamos pisando los talones
a las hormigas coloradas que acarreaban
los restos de nuestros tesoros. Pero...
cómo no comerlos. Limpiábamos
con nuestros abrigos las masitas y los
caramelos y los disfrutábamos
riendo recordando la travesura.
Los días de viento caminábamos
por las calles buscando monedas con
un imán tirado por un hilo. Otras
tantas veces juntábamos huesos
y latas para venderle a Don Blanco,
que tenía un vivero donde está
hoy el Museo Cívico, o vidrios
y hierros para vender a Don Agustín
Olguín y así conseguir
algunas monedas para comprar golosinas
o para ir al Cine de Miguel -actualmente
Guardia del Monte- a ver la tira de
"El Zorro". Nos peleábamos
con los chicos del barrio (los Tinelli,
los Corbalán, los López,
los Rodríguez...) por las osamentas.
Íbamos caminando, bolsa en mano,
hasta lo de Marzo, con un cargamento
de toscas para la honda, prestos para
avizorar huesos y cantar primero ¡Este
es mío!.
En la época del piquillín
recorríamos el monte para juntar
su fruto para el arrope; comíamos
piquillín, chauchas, papas de
monte, recolectábamos peperina
y carqueja, sacábamos huevos
de los niditos de los pájaros,
los hervíamos y nos hacíamos
el picnic de las 3 de la tarde.
Cuando se aproximaban las quemas de
San Juan y San Pedro salíamos
a buscar cardos rusos para competir
con los otros chicos "a ver quién
hace la fogata más grande".
Cuando estaba encendida, le echábamos
revienta caballo, para lograr explosiones
magníficas, nuestros fuegos artificiales.
En agosto, el mes de los vientos, nos
dedicábamos a proveernos de hilo,
papel, engrudo, cañas secas para
armar el barrilete. Cada uno lo hacía
de los colores de su equipo de fútbol.
Competíamos por quién
lo hacía más grande, más
veloz, con formas más complicadas.
Algunos elegían formas de bote,
otros de estrella, de cometa. A veces
bajo la supervisión de mi hermano
Malacha, tratábamos de ganar
atando una Gillette en la cola del barrilete
para cortar los hilos de nuestros contrincantes.
Por la noche, en la cola le poníamos
un tarrito calado con una brasa y les
hacíamos creer a los demás
que era la luz mala.
Quiero aclarar que en ese tiempo cada
familia tenía entre 7 a 10 hijos.
Saquen ustedes la cuenta de la cantidad
de chicos que nos reuníamos para
hacer esas travesuras.
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