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                                                                                                                              Tercera Parte

Otra forma de juntar agua –y esto se hacía en casa de mis abuelos-, era contar con un sistema de canaletas, donde el agua de la lluvia era recibida de los techos de chapas y desembocaba en dos grandes tambores de doscientos litros cada uno.
Cercano a los pozos, se hallaba la batea. Allí se lavaba la ropa. Y existía una profesión muy divulgada: la lavandera. Eran mujeres que contribuían al sustento diario, lavando ropa de distintas familias. Recuerdo especialmente a una de ellas: Doña Hipólita Maidana. Invierno y verano, con cualquier inclemencia, bajo un precario techo y al resguardo de chapas de todo tipo, teñidas de óxido, durante décadas “fregó” toneladas de ropa. Con estos pesos ganados con tanto esfuerzo, crió más de una docena de hijos. Éramos vecinos, ya que la casa de mis abuelos donde me criara, lindaba con la suya. Metros de “tendal” cruzaban a diario sus patios y terrenos. Y tras ello, por las noches, planchar la ropa ya limpia.
Las planchas de aquellos tiempos se calentaban con brasas, que se introducían dentro de la plancha. Como casi todas las viviendas tenían cocinas a leña, brasas eran las que sobraban. Luego comenzaron a aparecer las planchas a nafta. Tenían un depósito de “nafta blanca” (así se llamaba el combustible que se utilizaba). En su parte superior, estaban provistos de una pequeña válvula, por la cual se insuflaba aire mediante un inflador, también de reducidas proporciones y especialmente diseñado para esta tarea. Tras el encendido, permanentemente había que utilizar el inflador para mantener la presión y que no se apagara la llama.
El pozo de agua traía aparejado una profesión dedicada a ellos: el pocero. Había cierta interesante mano de obra ocupada en este duro trabajo. Por esos tiempos, no había máquinas perforadoras. Así que –ya sea para abrir un nuevo pozo, o para perforar el ya existente, por agotamiento de la napa anterior-, había que utilizar palas y picos. Estos hombres, al hacerse cada vez más profunda la cavidad, bajaban por la soga, o se ataban a un extremo y eran descendidos por quienes quedaban arriba –para recibir la tierra o greda que se fuera extrayendo-, o también utilizando el caballo para tirar de la soga. En algunos lugares -o en algunas oportunidades, y especialmente en ésta de cavar el pozo-, se utilizaba una “pelota”. La “pelota” no era otra cosa que un cuero grande, bien “sobado”, redondeado, que se ataba en sus extremos en varias partes y que, con el peso de la tierra, tosca, greda o agua, tomaba la forma precisamente, de una “pelota”.
Más de un pocero ha sufrido accidentes cumpliendo con su difícil profesión. En algunos casos, por desmoronamientos –muy contados, pues sabían muy bien su oficio y “calzar el pozo” no tenía secretos para ellos- o por resbalones al bajar o subir, por desprendimientos de baldes o pelotas, o por objetos que pudieran caerse desde el “brocal” hacia el fondo, donde se encontraban trabajando.
Esta gente realizaba su actividad no solamente en el pueblo, sino también en la zona rural, donde solían pasar meses cavando la tierra hasta llegar a las frescas y vitales napas de agua. Ganaban buen dinero, al que muchas veces dilapidaban en los “boliches” o en alguna “tabeada”. Esto ocurría un poco por buenos amigos; otro poco, quizás, como tomándose desquite de una vida de sudor, sacrificios y privaciones; así, pagaban las “copas” (en repetidas “vueltas”), a los presentes que se arrimaban al mostrador y la mesa donde se acodaban; o tirando el manojo de billetes a “buena” o a “mala”, dejando que el “hueso” decidiera cual sería su suerte... Y los pesos, ganados con tanto esfuerzo y riesgo en largas temporadas, desaparecía en pocos días. No faltaba, tal vez, el “vivillo” que al verlos “encopados”, se quedaba de alguna manera, con parte de ese dinero... Y toda la inversión que llegaban a hacer, a veces no superaba la de comprar algún par de alpargatas nuevas, alguna “bombacha” (era raro verlos vestir pantalón), algún pañuelo de cuello, gorra vasca y sombrero, o alguna otra prenda para sí o para alguno de los miembros de su familia.



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