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• Del baúl de mi abuela -por Zulema de Ormaechea

Yo pienso que siempre fue la mujer el sostén del hogar y la que equilibró con su aporte, de una manera u otra la manutención de los hijos.
Hoy ya sabemos cómo la mujer está preparada para la lucha diaria. Pero en las postrimerías del siglo pasado*, casi analfabetas y en medio del casi desierto pampeano, creo que sólo el ingenio y una voluntad avasalladora, hizo que nuestras abuelas campesinas pusieran con gran fortaleza, aliento en su hombre y abnegación en sus hijos.
Por eso fijo la atención en mi abuela y elogio su memoria, recordando cómo en las soledades de Toay, sin más ayuda que la de sus manos, contribuía en la crianza pecuniaria de sus hijos. Las paspaduras de sus bebés las curaba con el polvo de la yerba mate, que se acumulaba en el fondo de los tercios en que venía envasada.
Para hacer las medias que usaba la familia, se elegían los mejores vellones de la majada, se hilaban a mano, se tejían con cinco agujas y luego de teñirlas con la raíz de la brusquilla (mata que abunda en los montes pampeanos) quedaban terminadas, aunque algo rústicas, abrigaban el pie más delicado.
Con el té pampa que abunda en la región, después de hervir sus botones florales, se conseguía una bebida refrescante, sin alcohol, que lo mismo se tomaba fría durante las comidas, que a cualquier hora del día para calmar la sed, o caliente como curativo en digestiones difíciles.
También colaboraban aportando monedas, que se hacían pesos, vendiendo a los esquiladores cuando cobraban sus latas, unas torrejas que sólo la necesidad pudo enseñárselas a preparar, pero que aún hoy me resultan ricas, cuando las preparo siguiendo la fórmula que aprendí de ella.
Hoy todas las recetas nos enseñan a prepararlas, con pan del día anterior. Pero entonces las mercaderías que se tenían en el campo llegaban cada tres meses, transportadas en carros o carretas, y solo traían galleta que ya llegaba seca a los consumidores.
Estos las compraban en bolsas de cuarenta kilos y las guardaban colgadas en la cumbrera más alta del techo de la cocina, `para que los chicos no las alcanzaran, porque lógicamente tenían que rendir hasta el próximo viaje de la carreta.
A falta de pan tierno para cortar en rodajas, mi abuela ponía a remojar en leche la galleta dura desde la noche anterior, y a la mañana siguiente la convertía en pasta, agregándole azúcar, huevos, harina, pasas de uvas y canela molida. Las freía después como si fueran buñuelos.
Los esquiladores que ya estarían hartos de oveja hervida al mediodía, y oveja asada por la noche, vaciaban sus bolsillos en las torrejas de la abuela, y ella juntaba su platita para pilchas de los chicos.
Si las papas se acababan antes de que llegara la nueva provisión, las falsificaba de esta manera: 120 gramos de harina leudante, sal, pimienta, 60 gramos de grasa y cuatro cucharadas de agua, a los que debía tamizar harina, sal y pimienta en un bols, añadir la grasa y unir con el agua, formar ocho bollitos y colocarlos sobre el estofado, luego tapar y cocinar durante 15 o 20 minutos más, sin destapar la cacerola, mientras los bollitos se cocinaban.
Estas eran las papas "truchas" de mi abuela y a mis tíos les gustaban tanto, que siempre querían que las papas se acabaran pronto, para que su mamá se las preparara...


*Se refiere al siglo XIX (Nota del editor

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