Por
la Huella del Tigre
Caminos
de Nahuel Payún

Boletín
cultural de entrega gratuita
(Edición
digitalizada)
•
Con sabor a nostalgia
Relatos del narrador anónimo...
Segunda
Parte
Los
almacenes "fuertes" poseían
caja registradora. Otros, solamente
un cajón donde se guardaba el
dinero, y con el cual se realizaban
las operaciones "de contado"
del día. Al mediodía o
al cierre, se efectuaba el "recuento
de la plata", que se entregaba
en la oficina administrativa o "escritorio",
como se usaba llamarlo.
En los comercios en donde solamente
trabajaba el dueño y su mujer
o sus hijos, las anotaciones iban a
un cuaderno común, o se anotaba
en papeles sueltos.
Las estanterías -que eran de
madera- estaban abarrotadas de distintos
productos.
Las cuentas se arreglaban -en el caso
de los clientes rurales-, a fin de año,
después de las cosechas... o
cuando quedara bien. No había
problemas de inflación, de cuentas
bancarias, ni de especulaciones a las
que hoy estamos acostumbrados... La
plata valía siempre igual...
Y la honestidad y la palabra eran más
garantía que en estos momentos
un documento o un contrato.
Dentro de este tipo de comercios, todo
era calmo y abúlico. Solo se
alteraba por la presencia circunstancial
de algunos personajes muy característicos,
cuya jocosidad o especial forma de ser
y de hablar, modificaban la "beatitud"
del clima que se respiraba habitualmente.
Al cierre de horario -como en el caso
de la Casa Nueva-, pesadas persianas
de chapa acanalada transversalmente,
caían hasta el suelo, previo
ruidoso descenso. Por una pequeña
puertita, a la que se aseguraba con
llave, se introducía al interior
-o salían al cerrar-, los encargados
de clausurar o habilitar la jornada
de trabajo.
Casi todas las veredas eran de tierra.
Pocas de ladrillo. Sobre el cordón
-o por donde este supuestamente debía
estar-, añosos árboles
-comúnmente paraísos-,
regalaban su sombra en el estío.
Un número importante de clientes
-de almacenes y "boliches"-,
concurría a caballo o en carruajes
(sulkys, carros o "chatas rusas"),
a efectuar sus compras, o a pasar un
rato de ocio y compartir alguna copa
o una partida de naipes. Durante la
espera, los animales eran asegurados
a palenques o a argollas aseguradas
al piso, o bien a la rama o tronco de
las distintas especies vegetales con
que las calles se encontraban flanqueadas.
Los más precavidos además
de atar al animal por las riendas, colocaban
maneas en sus manos. En especial, si
el "pingo" era un tanto "asustadizo"
o nervioso.
Por
mi niñez, fue famoso el comercio
de Darrupe, en la esquina de Balcarce
e Italia. En la temporada estival, alcanzaba
mayor actividad, ya que en él
se expendía hielo en barras,
traídas de la usina eléctrica
de Santa Rosa, que producía este
"refrigerante". Es que prácticamente
en el pueblo nadie poseía heladera
eléctrica, y todas las bebidas
se refrescaban colocando sobre sus envases,
las barras o trozos de hielo sobre ellas.
Luego, para evitar el pronto derretimiento,
se tapaba todo con bolsas de arpillera
mojadas. Generalmente, un cajón
enchapado por dentro y rellenado de
viruta o aserrín, con un agujero
al fondo por donde escurría el
agua, era la "heladera casera"
donde se ubicaban las bebidas para ser
refrescadas. Unas "patas"
de algunos centímetros de altura,
permitían que estuviera separado
del piso. Así, bajo el agujero,
se colocaba una lata chata, donde se
iba acumulando el agua. Así al
menos, era nuestra "heladera",
en casa de mis abuelos.
Las barras de hielo -traídas
en camión-, tenían algo
más de un metro de largo, unos
25 o 30 centímetros de ancho
y unos 20 centímetros de espesor.
De acuerdo al pedido del cliente, se
vendían por cuartas, medias,
tres cuartas o barra entera. Se cortaban
con un serrucho común.
Otra forma de refrescar los líquidos
en verano, era introducirlos por la
mañana temprano en sus respectivos
recipientes dentro de un balde, hasta
el fondo de los pozos de agua.
El pozo de agua era una "institución"
en cada hogar. Salvo las excepciones
de algunos vecinos que tenían
bombeador o molino, todas las casa del
pueblo tenían su pozo de agua.
Mediante una roldana por donde pasaba
una soga o cadena se bajaba el balde
hasta la profundidad de la napa -que
variaba según los casos-, y luego
se subía a fuerza de brazos.
A veces, cuando el balde era muy grande,
porque había necesidad de extraer
mucho líquido, se ataba la punta
de la soga a la montura de un caballo,
y lentamente se efectuaba la maniobra
de bajar y subir el balde. Generalmente,
al pie del pozo se ubicaban tambores
donde se acumulaba agua para el riego
y otros menesteres.
Otra forma de juntar agua -y esto se
hacía en casa de mis abuelos-,
era contar con un sistema de canaletas,
donde el agua de las lluvias era recibida
de los techos de chapa y desembocaba
en dos grandes tambores de doscientos
litros cada uno. Cercano a los pozos,
se hallaba la batea. Allí se
lavaba la ropa. Y existía una
profesión muy divulgada: la lavandera.
Eran mujeres que contribuían
al sustento diario, lavando ropa de
distintas familias. Recuerdo especialmente
a una de ellas: doña Hipólita
Maidana. Invierno y verano, con cualquier
inclemencia, bajo un precario techo
y el resguardo de chapas de todo tipo,
teñidas de óxido durante
décadas "fregó"
toneladas de ropa. Con esos pesos ganados
con tanto esfuerzo, crió más
de una docena de hijos. Éramos
vecinos, ya que la casa de mis abuelos
donde me criara, lindaba con la suya.
Metros de "tendal", cruzaban
a diario sus patios y terrenos. Y tras
ello, por las noches, planchar la ropa
ya limpia.
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