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                                                                                                                              Segunda Parte

Los almacenes "fuertes" poseían caja registradora. Otros, solamente un cajón donde se guardaba el dinero, y con el cual se realizaban las operaciones "de contado" del día. Al mediodía o al cierre, se efectuaba el "recuento de la plata", que se entregaba en la oficina administrativa o "escritorio", como se usaba llamarlo.
En los comercios en donde solamente trabajaba el dueño y su mujer o sus hijos, las anotaciones iban a un cuaderno común, o se anotaba en papeles sueltos.
Las estanterías -que eran de madera- estaban abarrotadas de distintos productos.
Las cuentas se arreglaban -en el caso de los clientes rurales-, a fin de año, después de las cosechas... o cuando quedara bien. No había problemas de inflación, de cuentas bancarias, ni de especulaciones a las que hoy estamos acostumbrados... La plata valía siempre igual... Y la honestidad y la palabra eran más garantía que en estos momentos un documento o un contrato.
Dentro de este tipo de comercios, todo era calmo y abúlico. Solo se alteraba por la presencia circunstancial de algunos personajes muy característicos, cuya jocosidad o especial forma de ser y de hablar, modificaban la "beatitud" del clima que se respiraba habitualmente.
Al cierre de horario -como en el caso de la Casa Nueva-, pesadas persianas de chapa acanalada transversalmente, caían hasta el suelo, previo ruidoso descenso. Por una pequeña puertita, a la que se aseguraba con llave, se introducía al interior -o salían al cerrar-, los encargados de clausurar o habilitar la jornada de trabajo.
Casi todas las veredas eran de tierra. Pocas de ladrillo. Sobre el cordón -o por donde este supuestamente debía estar-, añosos árboles -comúnmente paraísos-, regalaban su sombra en el estío.
Un número importante de clientes -de almacenes y "boliches"-, concurría a caballo o en carruajes (sulkys, carros o "chatas rusas"), a efectuar sus compras, o a pasar un rato de ocio y compartir alguna copa o una partida de naipes. Durante la espera, los animales eran asegurados a palenques o a argollas aseguradas al piso, o bien a la rama o tronco de las distintas especies vegetales con que las calles se encontraban flanqueadas. Los más precavidos además de atar al animal por las riendas, colocaban maneas en sus manos. En especial, si el "pingo" era un tanto "asustadizo" o nervioso.

Por mi niñez, fue famoso el comercio de Darrupe, en la esquina de Balcarce e Italia. En la temporada estival, alcanzaba mayor actividad, ya que en él se expendía hielo en barras, traídas de la usina eléctrica de Santa Rosa, que producía este "refrigerante". Es que prácticamente en el pueblo nadie poseía heladera eléctrica, y todas las bebidas se refrescaban colocando sobre sus envases, las barras o trozos de hielo sobre ellas. Luego, para evitar el pronto derretimiento, se tapaba todo con bolsas de arpillera mojadas. Generalmente, un cajón enchapado por dentro y rellenado de viruta o aserrín, con un agujero al fondo por donde escurría el agua, era la "heladera casera" donde se ubicaban las bebidas para ser refrescadas. Unas "patas" de algunos centímetros de altura, permitían que estuviera separado del piso. Así, bajo el agujero, se colocaba una lata chata, donde se iba acumulando el agua. Así al menos, era nuestra "heladera", en casa de mis abuelos.
Las barras de hielo -traídas en camión-, tenían algo más de un metro de largo, unos 25 o 30 centímetros de ancho y unos 20 centímetros de espesor. De acuerdo al pedido del cliente, se vendían por cuartas, medias, tres cuartas o barra entera. Se cortaban con un serrucho común.
Otra forma de refrescar los líquidos en verano, era introducirlos por la mañana temprano en sus respectivos recipientes dentro de un balde, hasta el fondo de los pozos de agua.
El pozo de agua era una "institución" en cada hogar. Salvo las excepciones de algunos vecinos que tenían bombeador o molino, todas las casa del pueblo tenían su pozo de agua. Mediante una roldana por donde pasaba una soga o cadena se bajaba el balde hasta la profundidad de la napa -que variaba según los casos-, y luego se subía a fuerza de brazos. A veces, cuando el balde era muy grande, porque había necesidad de extraer mucho líquido, se ataba la punta de la soga a la montura de un caballo, y lentamente se efectuaba la maniobra de bajar y subir el balde. Generalmente, al pie del pozo se ubicaban tambores donde se acumulaba agua para el riego y otros menesteres.
Otra forma de juntar agua -y esto se hacía en casa de mis abuelos-, era contar con un sistema de canaletas, donde el agua de las lluvias era recibida de los techos de chapa y desembocaba en dos grandes tambores de doscientos litros cada uno. Cercano a los pozos, se hallaba la batea. Allí se lavaba la ropa. Y existía una profesión muy divulgada: la lavandera. Eran mujeres que contribuían al sustento diario, lavando ropa de distintas familias. Recuerdo especialmente a una de ellas: doña Hipólita Maidana. Invierno y verano, con cualquier inclemencia, bajo un precario techo y el resguardo de chapas de todo tipo, teñidas de óxido durante décadas "fregó" toneladas de ropa. Con esos pesos ganados con tanto esfuerzo, crió más de una docena de hijos. Éramos vecinos, ya que la casa de mis abuelos donde me criara, lindaba con la suya. Metros de "tendal", cruzaban a diario sus patios y terrenos. Y tras ello, por las noches, planchar la ropa ya limpia.


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