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• El tren frutero

Los lunes y los jueves, en temporada, invariablemente pasaba el tren frutero.
Era un tren expreso, especial, con aproximadamente treinta vagones, todos iguales, herméticos, que venía de afuera. Se detenía sólo en las grandes estaciones porque su cargamento de fruta iba principalmente a los mercados de Buenos Aires. Justamente, por esa exclusividad y lo perecedero de su carga, llevaba una velocidad fuera de lo común. Su paso arrojadizo por el campo, tan gallardo y rectilíneo, tan furioso y tremebundo, era como un cometa de larga cabellera, oscura, fumosa, que le llegaba hasta el furgón de cola, para desfogarse luego en tenues tules que la brisa evanescía. Nosotros, los chicos, íbamos a caballo a verlo de cerca pasar por la vía, distante unos mil quinientos metros de nuestra casa, para sentir la vibración, la turbulencia, vivir de cerca su furia de acero, su vértigo rugiente y arrollador. Lo esperábamos con el brazo en alto, agitando el rebenque o la gorra en la mano, y... ¡qué gracia!, ¡qué primera recompensa!: el maquinista y su acompañante sacaban cada uno una toalla o un trapo cualquiera –que a nosotros siempre nos parecían blancos, tan blancos como palomas cordiales que soltaban al aire-, y nos saludaban generosos, como si nos conocieran. Mientras el humo se diluía en el alto espacio, abajo, en la claridad del aire estacionado quedaba suspendido por largo rato un intenso y penetrante olor a manzana. Y esta era la recompensa culminante que esperábamos. Recobrado el silencio, vuelta la quietud, regresábamos al predominio perpetuo del olor de los tréboles y de los alfalfares o, según el viento, de los juncales próximos al cañadón de Elordi. Entonces, regresábamos a casa. Ese día había colmado nuestros juegos, nuestra recreación de niños campesinos.
Cuando tuvimos que dejar el campo y nos fuimos al pueblo, nosotros ya conocíamos la manzana por el olor.
                                                                          De “Trenes de la llanura”
                                                                                  Ángel Cirilo Aimetta





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