Supongo
que la ciencia tiene establecidos los
parámetros para definir las diferencias
entre locos y cuerdos aunque creo que
en éste como en otros territorios,
la sabiduría popular suele elegir
sus propios caminos.
Cuando se trata de evocar a quienes
llamábamos locos en Toay, con
el término aplicado desde el
más sincero de los afectos, me
inclino a pensar en ellos como ciudadanos
de un mundo diferente al que habitábamos
los presuntamente cuerdos. Por las dudas
y a falta de una definición de
fronteras entre presuntos locos y presuntos
cuerdos, en Toay andábamos todos
juntos caminando las mismas calles y
aquello tenía su particular encanto.
El pueblo los vía a diario, aplicando
los matices de sus personalidades sobre
el horizonte monótono de las
calles. Algunos de ellos han sido algo
como el símbolo de una época
y creo que si no hubieran existido,
habría sido bueno dibujarlos
sobre el paisaje para llenar algún
vacío en el cuadro pintoresco
de los recuerdos. Aunque hoy resulta
extraño mencionarlo, aquel Toay
de los años ’40 no sería
el mismo sin los brochazos surrealistas
que le aportaban aquellos entrañables
presuntos locos.
Jorge
Evocar
al Jorge de aquel tiempo significa adentrarse
en la tristeza y en el dolor, ante un
destino humano de soledad sin horizontes.
Solo queda en el alma un pleno de interrogantes,
que aún siguen sin respuesta.
Jorge era un individuo de gran tamaño
aún siendo adolescente, con un
rostro rubio y aniñado. Vivía,
creo que malvivía es más
adecuado, en una propiedad alambrado
de por medio con los fondos de mi casa.
El lugar habitable del predio, pobre
y ruinoso, se ubicaba en un rincón
del lote junto a los maltrechos corrales
y un pozo de balde en un costado. El
resto era tierra desgastada por la erosión,
envuelta en una nube de polvo durante
los días de viento. La tristeza
se completaba con algunas chivas, unas
pocas ovejas y un par de burros, todos
macilentos al acecho de la mínima
brizna de pasto que se insinuara en
el suelo.
Jorge salía diariamente con su
majada muy temprano, semivestido invierno
y verano, con su andar errático
como si cada miembro de su cuerpo siguiera
un impulso propio, agitando una rama
seca en su mano derecha. Al atardecer
regresaba recorriendo el camino inverso,
con sus animales reacios al encierro
nocturno, en especial los burros que
solían protagonizar unas empacaduras
antológicas.
A esa hora era casi cotidiano escuchar
los improperios de destemplados de su
patrón, proferidos desde las
habitaciones para descargar sobre el
regreso del pobre muchacho, las furias
contenidas del día.
Si alguna vez me fuera concedida la
gracia de traducir a la ternura, pintaría
a Jorge detrás de su escuálida
majada llevando en sus brazos a un cabrito
recién nacido. Lo imposible de
llevar a un cuadro, sería la
tibieza del soplo de luz que envolvía
a aquel rostro de niño viviendo
la felicidad tal vez única, de
su triste existencia terrenal.
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