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                                                                                                                              Séptima Parte

Las casas tenían generosos terrenos, que servían parte de jardín y otro destinado a huerto o “quinta”, como se denominaban vulgarmente. Se cultivaban distintas especies de frutales; damascos, membrillos, ciruelas y uvas eran los más comunes. Además, hortalizas, legumbres y tubérculos (rabanitos, zanahorias, papas, batatas, zapallos, zapallitos, lechuga, acelga, perejil, cebollas, ajos y tomates).
En casa de mis abuelos, dos voluminosas plantas de Angélicas ofrecían flores de blancos y aromados pétalos en primavera. En otros lugares de los espaciosos terrenos, había hermosas plantas de lilas, de flores violáceas y blancas. En el jardín se cultivaban lirios, azucenas, junquillos, calas, pensamientos y otras variedades, cuyas flores también se cortaban para adornar y aromar los interiores de la vivienda.
Cuando los capullos “reventaban”, el almendro, los ciruelos y los damascos coloreaban y perfumaban el huerto. Sus frutos, - a veces apenas “pintones” – eran nuestras delicias. Claro que también, comidos un tanto verdes, solían provocarnos algunos “padecimientos” estomacales...
Había también una planta de duraznos “pelones”, varias de membrillos y una higuera cerca de la batea.
Cercos de tamariscos, pitas, tuyas, árboles de cielo, aromos y un gualeguay, completaban la “riqueza forestal” de la casa de mis abuelos.
En la vereda, como en casi todo el pueblo, grandes paraísos regalaban su sombra en verano. Estos árboles son ahora poco comunes en Toay. Sus ramilletes de flores, color violáceo, emanaban un fuerte y agradable perfume. Su fruto es una “bolilla” que al llegar el otoño, maduras, toman un color amarillo, y eran el alimento preferido de incontables bandadas de loros “barranqueros”. Estos, desde el amanecer hasta que el sol se ocultaba en el horizonte, se la pasaban en los paraísos, perturbando con su grotesco “parloteo” a los moradores de las casas. Era un espectáculo verlo “desprenderse” a estos loros, en “picada”, desde3 la altura hacia las plantas, interrumpiendo su “locuaz” vuelo. Mientras, nosotros, guarecidos por el follaje, una pared o el tronco de las plantas vecinas, aguardábamos a los loros, honda en mano, para acabar con la vida de aguno de ellos. Era un “trofeo” digno de mostrar ante los amigos, que provocaba no poca admiración entre ellos. Permitía contar la forma en que habíamos “cazado” esta preciada presa, y nos regocijaba ser considerados como dotados de muy buena puntería, si el “hondazo” había sido disparado desde considerable distancia.
Precisamente la honda – o “gomera” -, formaba parte no solo de nuestros juegos, diversiones y travesuras, sino que la considerábamos como una prolongación de nuestra humanidad. Colgada al cuello, o enroscada, colocada en nuestra cintura cual si fuera un arma, difícilmente estuviéramos sin ella.
Cazar pájaros ocupó buena parte de nuestra niñez. Corríamos tras gorriones, chimangos, cotorras, loros, torcazas, viuditas, pititorras, chingolos, titirities, urracas y cuanto pájaro fuera, por entre cardales y pastos puna, rosetas o medanales, cruzando alambrados o saltando por sobre ellos, entre espinas, vidrios rotos y latas oxidadas; sin medir peligro alguno, de caldenes a molles, de eucaliptus a chañares; con los bolsillos llenos de toscas y piedras, disparando desde lejos o acechando como felinos, tras arbustos o cañas, arrastrándonos como serpientes, midiendo cada paso, con la mirada en la copa de los árboles, para no provocar el ruido “traicionero” que alertara nuestra presencia a la “víctima”. En esta tarea, nos solíamos llenar la ropa y el calzado de rosetas y espinas, de flechillas y abrojos.



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