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                                                                                                                              Sexta Parte

La cocina de leña era un elemento substancial en la vida hogareña. En casa de mis abuelos, donde vivíamos, se contaba con una marca “Istilart”. Su estructura era de hierro macizo y estaba enlozada por su frente y sus dos laterales. Debajo, el cajón con leña cortada para alimentarla. En uno de sus extremos del frente, una puertecita cerraba la cavidad donde, en su interior, se encendía el fuego. La leña se colocaba sobre una “parrilla”, permitiendo que el aire que se filtraba por debajo, facilitara la combustión. Debajo, el “cenicero”, donde caía la ceniza que, al llenarse, se volcaba en un balde o se tiraba en el exterior. Generalmente, en el “basurero”, que era un pozo en algún lugar alejado y extremo de los terrenos, donde se arrojaba la basura. Al centro de la cocina, en su frente, una puerta grande indicaba el lugar del horno. Un reloj determinaba la temperatura que éste alcanzaba. En el otro extremo, con una tapa gruesa y pesada de hierro, algunos centímetros por el nivel de la plancha, un depósito para agua caliente. A su vez, la plancha poseía agujeros, cerrados por aros de distintas medidas donde generalmente se colocaban los recipientes. De acuerdo a la urgencia en hacer la comida o calentar agua para el mate, se retiraban los aros, para que la llama diera directamente sobre los distintos elementos. Una chimenea permitía la salida del humo al exterior. Una ranura a cierta altura y al alcance de la mano, era cerrada o abierta por una chapa plana, haciendo que el “tiraje” fuera mayor o menor. Por otra parte, el cenicero podía abrirse o cerrarse, haciendo que el aire entrara por debajo de las rejillas, donde el fuego era encendido para que ardiera más rápido o no se “ahogara”. Bajo la puerta del horno, otra pequeña cavidad cerrada por una tapa enlozada, permitía la limpieza del hollín que se acumulaba debajo de la plancha donde se colocaban los recipientes con comida. Finalmente, de vez en cuando, había que limpiar también la chimenea. Para ello, había que retirar de su lugar a la cocina, para que el hollín que se hacía desprender de la chimenea, cayera por el hueco donde quedaba conectada la cocina.
La cocina de leña, en invierno, cumplía además una función social. Calefaccionaba el recinto y era el lugar obligado de las charlas de la familia y los amigos, o de los juegos de los chicos, si el tiempo “no acompañaba” para las actividades al aire libre. En casa de mis abuelos, solíamos sentarnos en derredor de la mesa, en largos bancos sin respaldar, apoyados contra la pared, para hacer deberes o jugar, además de las horas de las comidas, desayunos y meriendas.
Sobre la plancha de la cocina, se solían cocinar los “churrascos” de carne. Y tras el
almuerzo o la cena, se limpiaba esta plancha usando agua, jabón y algún producto (generalmente “Relusol”), y “fregando” la misma con alguna esponja de alambre o bien utilizando un trozo de ladrillo, hasta dejarla pulida y brillante.
La utilización de la cocina o de alguna estufa hogar, requería contar con leña en forma permanente. En el patio, había un lugar destinado a su almacenaje. Se llamaba comúnmente “leñero”. Los palos y los troncos de caldén se cortaban con el hacha. Un viejo y seco tronco de esta madera, muy dura, que se conservaba por años, servía para sostener los palos a cortar, en donde estos se apoyaban para facilitar la tarea. También aquí hay siempre uno que es quien recibe los golpes...
Hachar leña y “tirar” agua del pozo, eran trabajos diarios a realizar por los de la casa. Cuando éramos demasiado pequeños, solíamos hacer estas tareas a escondidas, pues los mayores cuidaban que no nos lastimáramos con astillas o cortes, o bien que no nos cayéramos al pozo, enredados en la soga.
Comenzaron a aparecer por esos años, las cocinas y estufas a querosén. Tenían un depósito de este combustible, que ya traía de fábrica un inflador para dar presión y que el sistema de encendido luego funcionase. Previamente se calentaban las hornallas con alcohol de quemar. Esto hacía que – tanto en cocina o estufas -, el querosén se “vaporizara” y encendiera con facilidad, con llama “azulada” y sin que despidiera olor.
Las estufas tenían “velas”. Era un elemento que en su parte inferior poseía pequeños agujeros por donde se filtraba el querosén vaporizado y era encendida la llama. De vez en cuando, había que apretar una palanca que poseía un resorte y que “acomodaba” la llama. También poseían un caño pequeño, con una tapa o rosca, que cada tanto se aflojaba y era despedido un sobrante de gas de querosén, que salía al exterior en forma de vapor. Estas velas solían romperse con facilidad, pues el material con que estaban fabricadas – porcelana - , como es sabido, resulta sumamente frágil y quebradizo. Las velas eran cerradas por el fondo y sus laterales. En su frente, traían distintas formas (cruzadas o redondeadas), del mismo material. Al ponerse al rojo, irradiaba calor. Las había pequeñas (de tres o cuatro velas), y otras más grandes de hasta ocho.


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