El primer día de clases del
año 1936, mi infancia estrenaba un guardapolvo
blanco para acceder al universo de la instrucción
primaria obligatoria y en un estado que imagino aledaño
al terremoto emocional, trasponiendo el umbral de
la enorme puerta pintada de verde de la Escuela Nº
5 de Toay.
Cuando trato de reconstruir la historia de aquellos
días, siento que la esclerosis de memoria ha
bloqueado algunos territorios del recuerdo. Lugares
y personas aparecen como formas imprecisas, en episodios
intrascendentes para una relación formal y
solamente se distinguen ciertas escasas vivencias
que han logrado atravesar los olvidos de la mano de
alguna proyección de los orígenes.
Durante los años que siguieron a aquella entrada
en el ámbito escolar, diariamente debería
recorrer el camino de obligaciones y deberes establecidos
entre mi casa paterna y la escuela. Este camino carecía
del más mínimo atajo para el ejercicio
de algún pequeño derecho que me hubiera
podido corresponder, supuesto el caso en que alguien
hubiera admitido su remota posibilidad de existencia.
Así eran las cosas, pedagógicas y no
pedagógicas por aquellos tiempos de preceptos
rígidos y normas establecidas, obviándose
impunemente los efectos de las transformaciones habidas
en el mundo desde su medieval implantación,
sabe Dios por quiénes y porqué.
Tratemos de ubicarnos en el Toay de los años
´30. Para un infante recién desembarcado
de la cuna materna, entre la hogareña sucursal
borbónica y la compresa educacional aplicada
tras la puerta verde, no quedaba espacio para el libre
desplazamiento mental y el albedrío era reducido
a una oscilación entre los dos polos. Ambos
extremos de este recorrido pendular mantenían
entre sí un delicado equilibrio de fuerzas
en base a educación, formalidades, ciertos
toques de diplomacia pueblerina y por sobre todo muchos
silencios, largos y pesados silencios, tan en boga
por aquellas épocas y tan especialmente indicados
para el trato con los menores.
Ocasionalmente aparecía el noble espíritu
de don Fernando VII, que andaba siempre deambulando
por mi casa, arrojando algún comentario sobre
"ciertas cuestiones inherentes a la enseñanza
que se ven por esta tierra". Pero la cosa no
pasaba de ahí y no era sino una manifestación
de presencia virtual, una especie de control de calidad
sobre el producto, sin adentrarse demasiado en terrenos
de otro poder.
Fundamentalmente y por sobre estos derrapes menores,
existía un marco de acuerdo superior entre
las partes: Yo debería ser el chico más
bien peinado, el más aseado, el más
estudioso, el de mejor letra, el más bueno,
el más trabajador… en suma el chico diez,
o sea un proyecto potencial de pequeño desastre.
(...)
A estas alturas, puedo recomponer este episodio que
en su momento pudo significar algún tipo de
inquietud, acercándoles el perfil distendido
que proveen las áreas protegidas por el humor.
La pedagogía práctica
En ocasiones la enseñanza
práctica de algunos temas adquiría sus
valores en forma instantánea, tanto en tiempo
cuanto en forma y espacio. Como ejemplo guardo la
imagen, fotográfica e indeleble, de una pacífica
clase de primer grado en la cual irrumpe la figura
monocasco azul noche del director, de la mano de un
considerable susto general y uno mayor, de carácter
personal. Frente a los alumnos de pie, al lado de
la palidez almidonada de la maestra, transcurren minutos
eternos antes de que se encienda la llama del tribunal
inquisidor.
- ¿Alguien de ustedes sabe qué es lo
último que yo hubiera imaginado encontrar en
el bolsillo de un alumno de este grado? - brama el
inquisidor.
- Un cigarrillo, señor - responde la inocencia
de una alumna.
- ¿Y quién tiene ese cigarrillo? - dispara
desde la cúspide del poder.
- Malacha, señor - prosigue la inocencia.
En efecto, en el bolsillo del guardapolvo aparece
un cigarrillo apretujado. Malacha llora. La maestra
llora. El aula se ha convertido en un pequeño
caos y yo siento miedo, desconcierto
y asombro.
Cada vez que recuerdo el episodio vuelvo a sentir
el mismo miedo, el mismo desconcierto y el mismo asombro
y también muchas ganas de abrazar a Malacha.
El director se ha retirado satisfecho. La gestión
académica ha sido cumplida y los alumnos han
aprendido el significado de varias palabras: delación,
denuncia, justiciero, poderoso, indefenso... y hasta
algún término lunfardo aplicable al
caso: apriete, buchón, ortiva... etc., etc.
Todo en menos de cinco minutos. No está mal
para una clase tan breve.-
"Añoralgias"
- un relato de María Antonia
Martínez
…Allá en La Gloria, cuando
éramos chicos, las cosas más importantes
que pasaban eran las relacionadas al tren, así
que para los niños los juegos que más
nos entretenían eran los que tenían
que ver con la llegada del tren o algo relativo a
su pasada. Con una amiguita que yo tenía, habíamos
colgado unas bolsas de arpillera bien atadas del alambre
tejido que limita los terrenos del ferrocarril con
otros terrenos privados. Cuando se acercaba la hora
de la llegada, cada una se metía en su bolsa
y espiábamos por unos agujeritos estratégicamente
fabricados, así que desde ahí comentábamos
sin ser vistas, todo lo que se nos ocurría
hasta que se iba toda la gente del tren y ya no quedaba
nadie en la sala de espera de la estación,
entonces bajábamos de nuestras bolsas.
Una mañana, el tren trajo un montón
de vacas flacas y enfermas y las dejó sueltas
dentro del terreno del ferrocarril. Curiosas como
éramos, decidimos saltar el alambrado hacia
adentro para ver de cerca las vacas… y cuando
estábamos entre ellas, una se levantó
furiosa y comenzó a corrernos. Nosotras corrimos
hasta un caldén y allí nos trepamos…
cada vez que la vaca parecía morirse comenzábamos
a bajar, pero la vaca -no sé de dónde
sacaba fuerzas- volvía a pararse amenazante…
Tuvimos que pasar horas trepadas al caldén,
hasta que unos adultos nos vieron y nos ayudaron a
bajar. 