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Publicación nativa de cultura e interés general- Año1 - N°1 - Julio de 2009

Escuela Nº 5 de Toay
Notas para un centenario
por Rodrigo Fernández (fragmento)

 

El primer día de clases del año 1936, mi infancia estrenaba un guardapolvo blanco para acceder al universo de la instrucción primaria obligatoria y en un estado que imagino aledaño al terremoto emocional, trasponiendo el umbral de la enorme puerta pintada de verde de la Escuela Nº 5 de Toay.
Cuando trato de reconstruir la historia de aquellos días, siento que la esclerosis de memoria ha bloqueado algunos territorios del recuerdo. Lugares y personas aparecen como formas imprecisas, en episodios intrascendentes para una relación formal y solamente se distinguen ciertas escasas vivencias que han logrado atravesar los olvidos de la mano de alguna proyección de los orígenes.
Durante los años que siguieron a aquella entrada en el ámbito escolar, diariamente debería recorrer el camino de obligaciones y deberes establecidos entre mi casa paterna y la escuela. Este camino carecía del más mínimo atajo para el ejercicio de algún pequeño derecho que me hubiera podido corresponder, supuesto el caso en que alguien hubiera admitido su remota posibilidad de existencia.
Así eran las cosas, pedagógicas y no pedagógicas por aquellos tiempos de preceptos rígidos y normas establecidas, obviándose impunemente los efectos de las transformaciones habidas en el mundo desde su medieval implantación, sabe Dios por quiénes y porqué.
Tratemos de ubicarnos en el Toay de los años ´30. Para un infante recién desembarcado de la cuna materna, entre la hogareña sucursal borbónica y la compresa educacional aplicada tras la puerta verde, no quedaba espacio para el libre desplazamiento mental y el albedrío era reducido a una oscilación entre los dos polos. Ambos extremos de este recorrido pendular mantenían entre sí un delicado equilibrio de fuerzas en base a educación, formalidades, ciertos toques de diplomacia pueblerina y por sobre todo muchos silencios, largos y pesados silencios, tan en boga por aquellas épocas y tan especialmente indicados para el trato con los menores.
Ocasionalmente aparecía el noble espíritu de don Fernando VII, que andaba siempre deambulando por mi casa, arrojando algún comentario sobre "ciertas cuestiones inherentes a la enseñanza que se ven por esta tierra". Pero la cosa no pasaba de ahí y no era sino una manifestación de presencia virtual, una especie de control de calidad sobre el producto, sin adentrarse demasiado en terrenos de otro poder.
Fundamentalmente y por sobre estos derrapes menores, existía un marco de acuerdo superior entre las partes: Yo debería ser el chico más bien peinado, el más aseado, el más estudioso, el de mejor letra, el más bueno, el más trabajador… en suma el chico diez, o sea un proyecto potencial de pequeño desastre. (...)
A estas alturas, puedo recomponer este episodio que en su momento pudo significar algún tipo de inquietud, acercándoles el perfil distendido que proveen las áreas protegidas por el humor.


La pedagogía práctica

En ocasiones la enseñanza práctica de algunos temas adquiría sus valores en forma instantánea, tanto en tiempo cuanto en forma y espacio. Como ejemplo guardo la imagen, fotográfica e indeleble, de una pacífica clase de primer grado en la cual irrumpe la figura monocasco azul noche del director, de la mano de un considerable susto general y uno mayor, de carácter personal. Frente a los alumnos de pie, al lado de la palidez almidonada de la maestra, transcurren minutos eternos antes de que se encienda la llama del tribunal inquisidor.
- ¿Alguien de ustedes sabe qué es lo último que yo hubiera imaginado encontrar en el bolsillo de un alumno de este grado? - brama el inquisidor.
- Un cigarrillo, señor - responde la inocencia de una alumna.
- ¿Y quién tiene ese cigarrillo? - dispara desde la cúspide del poder.
- Malacha, señor - prosigue la inocencia.
En efecto, en el bolsillo del guardapolvo aparece un cigarrillo apretujado. Malacha llora. La maestra llora. El aula se ha convertido en un pequeño caos y yo siento miedo, desconcierto
y asombro.
Cada vez que recuerdo el episodio vuelvo a sentir el mismo miedo, el mismo desconcierto y el mismo asombro y también muchas ganas de abrazar a Malacha.
El director se ha retirado satisfecho. La gestión académica ha sido cumplida y los alumnos han aprendido el significado de varias palabras: delación, denuncia, justiciero, poderoso, indefenso... y hasta algún término lunfardo aplicable al caso: apriete, buchón, ortiva... etc., etc. Todo en menos de cinco minutos. No está mal para una clase tan breve.-

"Añoralgias"

- un relato de María Antonia Martínez

…Allá en La Gloria, cuando éramos chicos, las cosas más importantes que pasaban eran las relacionadas al tren, así que para los niños los juegos que más nos entretenían eran los que tenían que ver con la llegada del tren o algo relativo a su pasada. Con una amiguita que yo tenía, habíamos colgado unas bolsas de arpillera bien atadas del alambre tejido que limita los terrenos del ferrocarril con otros terrenos privados. Cuando se acercaba la hora de la llegada, cada una se metía en su bolsa y espiábamos por unos agujeritos estratégicamente fabricados, así que desde ahí comentábamos sin ser vistas, todo lo que se nos ocurría hasta que se iba toda la gente del tren y ya no quedaba nadie en la sala de espera de la estación, entonces bajábamos de nuestras bolsas.
Una mañana, el tren trajo un montón de vacas flacas y enfermas y las dejó sueltas dentro del terreno del ferrocarril. Curiosas como éramos, decidimos saltar el alambrado hacia adentro para ver de cerca las vacas… y cuando estábamos entre ellas, una se levantó furiosa y comenzó a corrernos. Nosotras corrimos hasta un caldén y allí nos trepamos… cada vez que la vaca parecía morirse comenzábamos a bajar, pero la vaca -no sé de dónde sacaba fuerzas- volvía a pararse amenazante… Tuvimos que pasar horas trepadas al caldén, hasta que unos adultos nos vieron y nos ayudaron a bajar.







 

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