Por
entonces algunos presuntos cuerdos le llamaban el
Loco Patricio, pero la justicia de la memoria popular
termina invariablemente por ubicar a los hombres en
su circunstancia, en su tiempo, en su lugar. Resulta
gratificante que nombrar a Patricio hoy, a secas,
en Toay recrea un presente de afecto colectivo alimentado
por la evocación de un personaje que caminara
sus calles desplegando inocencia en cada uno de sus
actos.
Por entonces, mi esquemática adolescencia sujeta
a un medio tradicional, lo envidiaba en secreto. Yo
no era capaz de montar en pelo con una soga atada
al cogote de un caballo y salir disparado hacia los
médanos, con el torso desnudo y toda la libertad
desenvainada.
Yo no me animaba a entrar en la cuadra de la panadería
para aspirar el aroma del pan recién horneado
y mezclarme entre los hombres, con gorros de papel
y en camiseta, blanqueados de harina, a pesar de que
Don José Lozada me amaba y me regalaba unas
enormes tortas negras. En cambio Patricio se movía
como uno más dentro de este ámbito fascinante,
al que yo contemplaba desde afuera.
Para mí, Patricio resultaba la imagen del desenfreno
útil, del libre albedrío sin cortapisas
ni ataduras, de la vitalidad joven capaz de tirar
de la jardinera de reparto por el corralón
reemplazando a un caballo.
Posiblemente existan múltiples referencias
sobre él entre quienes siguieron la vida en
el pueblo. Por mi parte dejé a Patricio joven,
con mucho camino por delante en aquellos días.
La última vez que lo vi, años después,
estaba parado en la esquina de la plaza vestido de
traje, corbata y zapatos... algo insólito para
mis recuerdos. Me costó reconocerlo. Lo encontré
envejecido, como encogido por el apriete del tiempo,
tal vez por alguna enfermedad o por la vida, simplemente.
Prefiero recordarlo con aquella visión de tipo
entrañable, querible, desenfadado, profundamente
libre... frente a la cual poco importa si los mecanismos
de un cerebro circulan por tales o cuales carriles.
Es un motivo de infinito orgullo ver la imagen de
Patricio reproducida en un almanaque y me suscribe
humildemente al afecto de la memoria colectiva de
la gente de Toay que ha escrito una historia de amor,
nada más y nada menos, inspirada en un vecino
del pueblo presuntamente loco pero definitivamente
inolvidable.-