El Registro Civil enganchó
un nombre con ribetes italianos a un apellido de acentos
criollos, pergeñando así un Caracciolo
Ledesma que no encontró resonancias en el oído
popular. Usos y costumbres, una entidad con esencia
de pueblo y facultades ejecutivas, diseñó
para el caso un Escaraciola sustituto y fué
esta curiosa síntesis fonética la que
nominaría a un paisano, quien supo andar por
las pampas planas oficiando de arriero, allá
por los cuarenta.
Los arrieros, troperos o reseros, eran por entonces
los encargados de conducir el ganado en pie desde
los campos de cría hasta los embarcaderos ferroviarios
o bien hasta los corrales de las ferias, tarea que
implicaba cabalgar la soledad de infinitas leguas
siguiendo el paso cansino de las reses.
Escaraciola fué un hombre de
oficio, confiable y respetuoso, un rastreador de huellas
extraviadas, un experto en desafiar temporales y ventarrones,
un caminante insensible a los soles desbocados sobre
la planicie ardiendo en reverberos. Caballero y caballo
detrás de una tropa ajena, íntima y
temporalmente asumida como propia hasta cumplir dignamente
la tutela encomendada, es una postal inolvidable en
el lejano escenario de las arenas y los pastizales.
Acaso para la gente, nuestro hombre no fué
un elemento social de relevancia en la comunidad pueblerina.
Pero el recuerdo se detiene en un ser anónimo
como exponente de una especie laboral hoy extinguida
y la memoria le adjudica a su oficio de “arrimar
las reses al embarcadero”, el valor referencial
para evocar una época. Cuando estaba el tren…
Por aquellos días, Toay era
un nudo de importancia en el sistema ferroviario del
país, con capacidad para concentrar y distribuir
gran parte de la producción agropecuaria de
la zona, asistiendo a los centros nacionales de consumo
y a las líneas de exportación a los
mercados a los mercados extranjeros.
Después de la segunda Guerra Mundial, en virtud
del posicionamiento de la nueva geografía económica
en el mundo, surgieron transformaciones que ciertos
esquemas regionales no pudieron asimilar, en especial
en el interior del país, los que tuvieron que
afrontar sucesivas crisis en su economía.
La nostalgia duele en profundidad cuando Toay nos
muestra la descarnada actualidad del embarcadero abandonado
en la Estación del F.C.Oeste, una visión
insoslayable de los efectos de políticas cuestionables.
Transcribo a Nicolás Alcaraz – 6°
grado, Escuela N°5 – con un especial reconocimiento
por la acertada y expresiva descripción de
su realidad:
“Un descuido fué perderlo.
En aquellos tiempos, cuando estaba el tren había
ilusión, alegría… Daba gusto mirarlo…
trasladaba cereales, pasajeros y ganado.
Ahora no da gusto porque hay tristeza, abandono, olvido,
silencio, desilusión… vías oxidadas.
Igual me gusta ir, escuchar el canto de los pájaros,
ver por las vías pasar los cardos rusos, ver
caldenes y arbustos…”
…porque el tren ya no está.
Escaraciola era uno de los tantos
criollos con una existencia enmarcada en la pobreza
digna, manifiesta en su vestimenta y en su vivienda,
pasando por las escasas pilchas de su recado y los
arreos del mancarrón de tiro. Era un paisano
voluminoso, portador de una cintura considerable alrededor
de la cual, desplegaba varias vueltas de una faja
de tela negra. Sobre ésta apretaba una rastra
con un motivo central en forma de herradura y el complemento
de cadenas y monedas de metal plateado. Este adorno
y un cuchillo con cabo y vaina metálica atravesado
bajo la rastra, sumaban los lujos de un gaucho y su
pobreza.
Recostado milagrosamente sobre la ladera de un médano
relativamente fijo, en las afueras del pueblo, emergía
su vivienda como exponente de la precariedad conmovedora.
El rancho sustentaba su arquitectura en algunos palos
clavados en tierra formando un rectángulo,
unidos entre si por algunas líneas horizontales
de alambre liso, entre los cuales se había
tejido un entramado de jarilla y paja brava a modo
de paredes. Una bolsa de arpillera oficiaba de puerta
y algunos pedazos de cartón se mezclaban con
las escasas chapas del techo para completar el hogar.
En verdad era un hogar – puedo certificarlo
– en la más cálida expresión
de la palabra. Allí vivía el hombre
con su esposa, una mujer entrañable, de aspecto
enfermizo, pequeña y delgada, invariablemente
vestida de negro, dueña de una generosa e incomparable
ternura. Mi padre solía mencionarla con el
mote afectivo de “la Dulcinea”, originado
posiblemente en algún arranque quijotesco de
su marido.
Portador de algún mensaje del tipo “…
dice mi papá que vaya, que lo necesita…”
yo visitaba la vivienda de Escaraciola. En un santiamén
se ponía en marcha una sartenada de tortas
fritas, servidas de inmediato sobre trozos de papel
de estraza para que no “chorriara” el
exceso de grasa de oveja utilizado en la fritanga.
Junto a un tazón de mate cocido, la merienda
me parecía un manjar para elegidos. Resulta
ocioso aclarar que el sistema hepático de los
niños, al menos en esa época, tenía
un funcionamiento a prueba de balas.
Durante el mes de Agosto de cada año, siempre
y cuando las conjunciones planetarias y las fases
lunares proveyeran el acuerdo, se procedía
a la carneada para el consumo familiar. Convocado
al efecto, Escaraciola aparecía por mi casa
en compañía de un ayudante y con marcada
autoridad, asumía el mando del operativo para
sacrificar, pelar y descuartizar al cerdo elegido.
Cuando la carneada pasaba a la etapa del chacinado,
por un acuerdo previo, el mando del operativo se transfería
a otro comando – mi madre – y Escaraciola
liaba sus petates, abandonando el escenario hasta
la convocatoria de una nueva degollina.
Aquel
panorama naif de la existencia, aquellos días,
aquellas gentes, aquellas vidas, fueron imágenes
con proyección de eternidad cuando el inmenso
cielo de la pampa los llamó a compartir el
territorio de los sueños.
Cuando la luna de invierno desciende por los molinos
helados, sobre el reflejo plateado de los pajonales
suele verse la sombra de un caballero montado en un
jamelgo pobre. Seguramente andará rastreando
su dolido sustento entre las huellas de la noche,
mientras un millar de estrellas está velando
la soledad de su destino.-