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 Toay- Junio -2006

Arrieros, Ferrocarriles y Eternidades
El Toay de los años 40
Por Rodrigo Fernández – Córdoba - Abril 2006

El Registro Civil enganchó un nombre con ribetes italianos a un apellido de acentos criollos, pergeñando así un Caracciolo Ledesma que no encontró resonancias en el oído popular. Usos y costumbres, una entidad con esencia de pueblo y facultades ejecutivas, diseñó para el caso un Escaraciola sustituto y fué esta curiosa síntesis fonética la que nominaría a un paisano, quien supo andar por las pampas planas oficiando de arriero, allá por los cuarenta.
Los arrieros, troperos o reseros, eran por entonces los encargados de conducir el ganado en pie desde los campos de cría hasta los embarcaderos ferroviarios o bien hasta los corrales de las ferias, tarea que implicaba cabalgar la soledad de infinitas leguas siguiendo el paso cansino de las reses.

Escaraciola fué un hombre de oficio, confiable y respetuoso, un rastreador de huellas extraviadas, un experto en desafiar temporales y ventarrones, un caminante insensible a los soles desbocados sobre la planicie ardiendo en reverberos. Caballero y caballo detrás de una tropa ajena, íntima y temporalmente asumida como propia hasta cumplir dignamente la tutela encomendada, es una postal inolvidable en el lejano escenario de las arenas y los pastizales.
Acaso para la gente, nuestro hombre no fué un elemento social de relevancia en la comunidad pueblerina. Pero el recuerdo se detiene en un ser anónimo como exponente de una especie laboral hoy extinguida y la memoria le adjudica a su oficio de “arrimar las reses al embarcadero”, el valor referencial para evocar una época. Cuando estaba el tren…

Por aquellos días, Toay era un nudo de importancia en el sistema ferroviario del país, con capacidad para concentrar y distribuir gran parte de la producción agropecuaria de la zona, asistiendo a los centros nacionales de consumo y a las líneas de exportación a los mercados a los mercados extranjeros.
Después de la segunda Guerra Mundial, en virtud del posicionamiento de la nueva geografía económica en el mundo, surgieron transformaciones que ciertos esquemas regionales no pudieron asimilar, en especial en el interior del país, los que tuvieron que afrontar sucesivas crisis en su economía.
La nostalgia duele en profundidad cuando Toay nos muestra la descarnada actualidad del embarcadero abandonado en la Estación del F.C.Oeste, una visión insoslayable de los efectos de políticas cuestionables.
Transcribo a Nicolás Alcaraz – 6° grado, Escuela N°5 – con un especial reconocimiento por la acertada y expresiva descripción de su realidad:

“Un descuido fué perderlo. En aquellos tiempos, cuando estaba el tren había ilusión, alegría… Daba gusto mirarlo… trasladaba cereales, pasajeros y ganado.
Ahora no da gusto porque hay tristeza, abandono, olvido, silencio, desilusión… vías oxidadas. Igual me gusta ir, escuchar el canto de los pájaros, ver por las vías pasar los cardos rusos, ver caldenes y arbustos…”

…porque el tren ya no está.

Escaraciola era uno de los tantos criollos con una existencia enmarcada en la pobreza digna, manifiesta en su vestimenta y en su vivienda, pasando por las escasas pilchas de su recado y los arreos del mancarrón de tiro. Era un paisano voluminoso, portador de una cintura considerable alrededor de la cual, desplegaba varias vueltas de una faja de tela negra. Sobre ésta apretaba una rastra con un motivo central en forma de herradura y el complemento de cadenas y monedas de metal plateado. Este adorno y un cuchillo con cabo y vaina metálica atravesado bajo la rastra, sumaban los lujos de un gaucho y su pobreza.
Recostado milagrosamente sobre la ladera de un médano relativamente fijo, en las afueras del pueblo, emergía su vivienda como exponente de la precariedad conmovedora. El rancho sustentaba su arquitectura en algunos palos clavados en tierra formando un rectángulo, unidos entre si por algunas líneas horizontales de alambre liso, entre los cuales se había tejido un entramado de jarilla y paja brava a modo de paredes. Una bolsa de arpillera oficiaba de puerta y algunos pedazos de cartón se mezclaban con las escasas chapas del techo para completar el hogar.
En verdad era un hogar – puedo certificarlo – en la más cálida expresión de la palabra. Allí vivía el hombre con su esposa, una mujer entrañable, de aspecto enfermizo, pequeña y delgada, invariablemente vestida de negro, dueña de una generosa e incomparable ternura. Mi padre solía mencionarla con el mote afectivo de “la Dulcinea”, originado posiblemente en algún arranque quijotesco de su marido.
Portador de algún mensaje del tipo “… dice mi papá que vaya, que lo necesita…” yo visitaba la vivienda de Escaraciola. En un santiamén se ponía en marcha una sartenada de tortas fritas, servidas de inmediato sobre trozos de papel de estraza para que no “chorriara” el exceso de grasa de oveja utilizado en la fritanga. Junto a un tazón de mate cocido, la merienda me parecía un manjar para elegidos. Resulta ocioso aclarar que el sistema hepático de los niños, al menos en esa época, tenía un funcionamiento a prueba de balas.
Durante el mes de Agosto de cada año, siempre y cuando las conjunciones planetarias y las fases lunares proveyeran el acuerdo, se procedía a la carneada para el consumo familiar. Convocado al efecto, Escaraciola aparecía por mi casa en compañía de un ayudante y con marcada autoridad, asumía el mando del operativo para sacrificar, pelar y descuartizar al cerdo elegido. Cuando la carneada pasaba a la etapa del chacinado, por un acuerdo previo, el mando del operativo se transfería a otro comando – mi madre – y Escaraciola liaba sus petates, abandonando el escenario hasta la convocatoria de una nueva degollina.

Aquel panorama naif de la existencia, aquellos días, aquellas gentes, aquellas vidas, fueron imágenes con proyección de eternidad cuando el inmenso cielo de la pampa los llamó a compartir el territorio de los sueños.
Cuando la luna de invierno desciende por los molinos helados, sobre el reflejo plateado de los pajonales suele verse la sombra de un caballero montado en un jamelgo pobre. Seguramente andará rastreando su dolido sustento entre las huellas de la noche, mientras un millar de estrellas está velando la soledad de su destino.-























 

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