.i.
Visitar cementerios es una tarea lúgubre, emparentada
con el amor a los muertos (necrofilia). Así
pensaba mientras el motor del cascajo giraba, giraba
y no encendía. ¡Qué cascarria!
Fierros, combustible y maldiciones.
ii.
¡Al fin! Casi dos horas después del primer
intento: humo, bastante humo escupido por el catango.
Caliento el mazacote de pistones y cilindros, comprobando
el pésimo estado del conjunto, y salgo, rumbo
a la necrópolis de Toay.
iii.
Al rato de escuchar ruido, derrochar combustible y
disfrutar poco, mis pies caminan las cercanías
de la buscada ciudad de los muertos.
Observo, en principio, la distancia entre las civitas.
Difuntos y vivos, compartiendo un mismo planeta, viven
en mundos diferentes. En algún lugar leí
algo sobre ciertos criterios de salubridad. Esto explicaría
las distancias. La urbe de los vivos allí,
al norte, y la de los muertos aquí, donde estoy
parado, un tanto al sur de, por ejemplo, nuestra ciudad
capital. Sin embargo, los criterios higiénicos
no explican totalmente el sisma. Máxime al
pensar en el muro invisible separador de ambos espacios,
sellando distancias. Mi mente puede ver una verdadera
expulsión: cada vestíbulo geográfico
se excluye mutuamente, consagrando trabas mentales,
mitos y rituales.
Los aires excluyen y dividen, alimentando la imagen
arcaica y permanente de un mundo bipolar y segmentado.
Con equinoccios o asimetrías, poco importa.
Marginando igualdades o diferencias, la división
sobreimprime.
Traspasando el muro mental, un anillo: el cierre del
cementerio queda encargado a un tapial o muro visible
de escasa altura. En realidad, el tamaño no
importa. Basta con su presencia, aunque sea insinuada.
Es la imago disuasoria. No interesa si el anillo o
tapial –icono de cierre- es magnífico,
insignificante o dorado. Interesa su esbozo. Serviría,
incluso, solo su trazado. En la mentalidad mágica
un suspiro puede derribar mil adobes y volver líquido
al oro más duro del Rin.
La ciudad de los muertos no esta conjurada sólo
en el plano horizontal (mediante anillo y muro). El
puente entre el submundo y los cielos también
está custodiado. Varios pinos sirven de axis,
monopolizando los flujos y viajes entre las tierras
ocultas del inframundo –morada de los enterrados-
y las panaceas celestiales. El contacto entre cielo
e infierno está en manos de esas escaleras
arbóreas, protagonistas directas de la caravana
psíquica y oculta.
Esos pinos están ahí, imponentes, disuasivos,
garantizando el aislamiento correcto entre vivos y
muertos. Los habitantes de necrópolis no deben
transgredir los muros y sólo han de viajar
verticalmente. El mensaje es claro: infierno, cementerio
y cielos.
A pesar de la imponencia simbólica del muro-anillo
y de los pinos-puente, logro superar mi temor inicial.
Con la dificultad sagrada de quien ingresa en un ámbito
señalado, muevo quejosamente mis pies y traspaso
los límites.
El interior de la necrópolis toayense es imponente
y sereno. Existe una vía central, y el espacio
esta prolijamente dividido. Uno puede percibir fácilmente
la religiosidad de las áreas. Es difícil
localizar un sitio profano. Múltiples superficies,
texturas, materiales y diseños nos hablan de
un pagus religiosus construido por el homo faber y
religiosus. Un pagus espiritual, inalámbrico
y etéreo, con importantes tradiciones y costumbres
precristianas, paganas y cristianas. Todas ellas,
la mayoría de las veces, bien entrelazadas.
Incluso puede verse, en un margen, la impronta musulmana.
Intento localizar algún símbolo hebreo
pero en el intento fracaso.
A lo largo del precario recorrido mi psique queda
impactada por la monumental presencia de algunas bóvedas
enigmáticas. Pude ver cierta edificación
con techo de vidrio coloreado, una vidriera. Esto
es altamente significativo, pues permite el ingreso
de luz al interior. La mayoría de los muertos
son ocultados de la luz, en concordancia con antiguas
creencias vinculadas a cultos solares. Tras la muerte,
las personas eran enterradas a fin de poder ser naútes
en otros mundos, diferentes al nuestro, sin presencia
de luces o claridades.
En el plano de la weltschaaung, esta es una de las
posibles explicaciones a entierros, ataúdes
y sarcófagos. Todas estas prácticas
y elementos encierran al muerto, al tiempo que lo
aíslan de la luz de los vivos, incorporándolo
decididamente al espacio y vivencia de los muertos.
Por eso es inquietante la presencia de un vitral por
cierre superior de una bóveda. Podría
interpretarse como un deseo de purificar a los difuntos
o de garantizar la presencia de la voluntad divina.
Recuérdese la representación, con el
advenimiento de la Edad Moderna, del poder divino
a través de rayos y líneas doradas.
En realidad, esta tendencia fue cuidadosamente empleada
por los egipcios, hace más de 3000 años.
Otra de las construcciones fascinantes está
bien adentro, en el ala occidental. Se trata de una
bóveda antigua, bastante deteriorada. A simple
vista su apariencia se confunde con el entorno. Pero,
cuando alzo los ojos la sorpresa me embriaga. Calaveras
surcadas diagonalmente por tibias se encastran en
los muros, constituyendo verdaderos mensajes destinados
a vivos y difuntos. Puedo interpretar, sin mucho esfuerzo,
el mensaje de semejantes obras. Evidentemente indica
la presencia de la muerte, una muerte tras las paredes.
El símbolo, al mismo tiempo, define, encapsula
y encierra. Es el mismo espíritu de la necrópolis,
pero magnificado y engrandecido: hay límites,
y los límites no deben transgredirse. Una segunda
lectura –más subjetiva que las demás-
me muestra, de pasar los muros, muerte y castigo:
metamorfosis.
Me alejo de esa tenebrosa construcción, con
mi psique inyectada en la dialéctica de un
símbolo propio del corso y la rapiña,
incrustada en una suerte de mastaba netamente cristiana.
Quizá devele la muerte necesaria en la vida,
o la inexistencia de cambios y revoluciones sin muerte.
Pienso en el salvador ungido (etimología de
JesuCristo, título de origen hebreo), bañado
por el óleo divino, y su terrible fin en una
cruz semejante a un árbol mutilado.
Camino entre cruces regadas por el suelo. Mayoritariamente
son de hierro. Las hay antiguas, humildes, enroscadas,
de corazones engarzados, con círculos y hasta
encastrando fotografías. Son los sellos del
entierro verdadero. En esta peculiar circunstancia
de la vida denominada muerte, la comunión genuina
entre homo y terra puede verse en el suelo brotado
de cruces. Algunas piezas son obras artesanales de
gran calidad. Puedo imaginar el esmero del herrero.
No es para menos. Los cristianos ahí enterrados
sólo tendrán la protección espiritual
de estas cruces. Sólo ellas, y su poder apotropaico,
acompañarán al difunto en el mundo tripartito
de muertos, vivos y pneuma.
iv.
Desconcertado por el maldito reloj, y su poco beneplácito
horario, camino al auto. Mi mente se enmaraña
en análisis entrecortados por la esperanza
desarticulada por un motor de arranque sucio, encajado
en un cuatro cilindros viejo y detestable.
Aún no entiendo como arrancó. Minutos
después, mientras la noche iniciaba su transcurso,
me dirijo a casa, secuestrado por pensamientos amorfos
y desquiciados sobre la paz, los hebreos y el espiritismo.
Ya no creo en el requiescat in pace (frase latina
poderosa, significa descanse en paz). Es solo una
expresión de deseo propia de los vivos. El
muerto no descansa en paz. Los pinos, asimilables
a puentes o escaleras, nos hablan de un mundo de viajes,
desplazamientos y aquelarres.
Mientras aprieto el volante, me permito volver –mentalmente-
a la bóveda de techo vidriado, recordando las
alturas por sobre la puerta. El escalofrío
me embriaga. Dos seres mitológicos, con picos
vomitando fuego, custodian el paso. Cuasi quimeras,
me fascinan las alas, y esas pequeñas flores...
pueden confundirse con soles. Vuelvo a pensar en sellos
y envoltorios. Religiosamente, desde Egipto hasta
el Perú incaico, las aves se asocian a la espiritualidad.
En este sentido, la bóveda en cuestión
es altamente significativa. La luz ingresa por el
techo, purificando el interior. Pero, la luz también
enmascara, rodeando el revoque exterior. Estos fabulosos
seres aéreos, con sus fuegos lanzados, refuerzan
la limpieza luciferina. El envoltorio de luz no sólo
purifica, también encierra. Y mi mente, ya
cansada, piensa lujuriosa en un encierro cercano al
castigo.
Aturdido, me aparto del camino. Busco un papel y copio
con rapidez: Se hace evidente –y necesario-
preparar alguna futura incursión cognoscitiva
con el objetivo casi excluyente de encontrar tumbas,
cenotafios, bóvedas o monumentos con elementos
hebreos y espiritistas. También deberán
estudiarse las bóvedas musulmanas, al igual
que el sentido de su especial ubicación.
Enciendo nuevamente el motor, y manejo hasta casa.
Ha sido un día largo, preñado de pensamientos
oscuros, clandestinos y confusos. Debo descansar,
despoblar mi mente de enigmas morbosos y crueles.
Más necrópolis esperan.
Glosario
Advertencia: la mayoría de las palabras
siguientes poseen, en la lengua original, muy diversos
significados. Por ejemplo, Civitas significa ciudad,
comunidad, emplazamiento, etcétera. En este
ínfimo glosario sólo figura un significado,
dos a lo sumo. El lector sabrá disculpar el
forzado recorte.
Palabras de origen griego:
Naútes: marinero, navegante. Traducido
al latín (nauta) puede interpretarse como hombre
del agua o del mar.
Pneuma: aire, aliento.
Palabras latinas:
Axis: eje.
Civitas: ciudad.
Faber: artesano.
Homo: hombre. Combinada con otras palabras puede significar
lo mismo (homogéneo: relativo a un mismo género)
Imago: imagen.
Pagus: Así se denominaba, en la antigua Roma,
a cierta circunscripción territorial. Nuestra
palabra pago deriva del vocablo latino pagus.
Religiosus: religioso, re-ligado.
Terra: parte de antiguos latifundios. Hoy puede traducirse
como tierra.
Via: camino.
Palabras alemanas:
Weltanschauung: cosmovisión