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 Toay- Julio -2006

DULCE MIEDO Por Cristian Guiñez

¿La gomina le dejaba duro y brilloso su corto pelo, sabía que tal vez ese efecto a ella le gustaría... por eso el tarrito se gastó un poco más de la mitad esa mañana de invierno.
La taza de leche lo esperaba en la cocina de su madre como cada día... Pero ésta vez, el baño y su peinado pusieron en segundo lugar las galle-tas y su gran taza.
Sabía que se había levantado muy temprano y eso lo alteraba un poco al ver en el viejo reloj de la cocina el tiempo que faltaba para marchar hacia la escuela.
Su madre lo llamó con el grito de reto pero a la vez de ternura que solo una madre puede producir, para que no se enfriara la leche que pedía cada mañana al despertar. Decidió hacerle caso no sin antes volverse a mirar en el espejo, que no lo terminaba de con-formar con lo que él quería para su pelo. Igualmente sabía que no se podía hacer más de lo que ya había hecho por su cabellera.
Al sentarse en la vieja silla que lo vio crecer siempre con su leche, las preguntas de su madre no tardaron en llegar...
- ¿Por qué tardaste tanto en el baño?... ¿hay algún motivo en especial?
La miró y de su carita sonrojada surgió una risita cómplice que decía no estar dispuesto a responder aquellas preguntas. No tardó mucho en terminar la leche, que ya no estaba tan caliente como para detenerlo en sus ganas de marchar. Esa mañana se salteó el beso de su madre que quedó sumamente sorprendida, quizás porque ese día debía salir el hombre que tenía dentro; al menos eso fue lo que pensó...
Caminó despacio, sin tocar su pelo. El viento que corría se rendía ante el poder de aquella gomina que había hecho de su pelo una roca. Miró su reloj y vio que a pesar de su tranquilo caminar, era aún muy temprano.
Finalmente llegó. Jamás su escuela lo había visto tan temprano como ese día. Por suerte, el edificio grande con ventanas enormes y aulas vacías ya había abierto. No quiso quedarse afuera, sería muy tonto hacerlo sabiendo el frío que hacía al aire libre. Ingresó y dejó su mochila en el banco de siempre, poco a poco fueron llegando sus compañeros y la campana para formar de una vez por todas sonó como cada mañana.
Al ubicarse en la fila su pequeñez, que siempre lo dejaba a la vista de todos (cosa que poco le gustaba), ese día le jugó a favor. La buscó con su mirada, que brillaba cada vez que pensaba en ella...; al fin la encontró en el grupo de enfrente. Sus ojitos no pararon de mirarla, ella quizás se dio cuenta, quizás no. Así se cantó el Himno Nacional que él aún no sabía; eso lo avergonzaba, porque bien se sabe que no es fácil ser el primero en la fila y estar a la vista de todos soportando miradas, mientras uno balbucea el himno sin acertar una palabra. Por fin, la di-rectora dio la orden de marchar hacia las aulas como indicaba cada día.
La hora de lengua lo aburría demasiado: repasar sinónimos, antónimos, oraciones bimembres, unimembres…, era mucho para un chico de apenas ocho años como él. Eso hizo que el tiempo durara como duran todas las horas de lengua: "una eternidad". Miró por segunda vez en la mañana su reloj y vio como mientras marcaba las nueve, sonaba la campana para el recreo tan esperado.
La hora de la verdad, de hacer valer aquel medio tarro de gomina, había llegado. Salió al patio cubierto y marchó solo, como el deseaba hacerlo. Caminó hasta llegar al pasillo que no solo lo conducía hasta el baño sino que además lo hacía pasar por el aula de su princesa. Sabía que ella estaba ahí, entre sus a-migas. A los pocos metros de alcanzarla se puso igual o peor de colorado que a la mañana temprano cuando su madre lo había interrogado. Se dio cuenta de su color y eso lo enfureció, aunque no lo suficiente como para detener su andar. Al pasar a su lado, aquella señorita de sexto grado salió de entre sus compañeras y como cada mañana le tocó el cabello, hoy con más gomina que lo habitual. La chica solo dijo:

- ¡Qué chiquito tan bonito, es un amor!

Ahora le tocaba a él hablar de una vez por todas. Se detuvo, pero el ensayo con la palabra que había repetido mil veces no le salió en la acción. Siguió caminando y con él, un color en el rostro que parecía un viejo atardecer pampeano. Una vez más no había podido contestarle a aquella chica un simple "gracias".-






 

 

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