¿La
gomina le dejaba duro y brilloso su corto pelo, sabía
que tal vez ese efecto a ella le gustaría...
por eso el tarrito se gastó un poco más
de la mitad esa mañana de invierno.
La taza de leche lo esperaba en la cocina de su madre
como cada día... Pero ésta vez, el baño
y su peinado pusieron en segundo lugar las galle-tas
y su gran taza.
Sabía que se había levantado muy temprano
y eso lo alteraba un poco al ver en el viejo reloj
de la cocina el tiempo que faltaba para marchar hacia
la escuela.
Su madre lo llamó con el grito de reto pero
a la vez de ternura que solo una madre puede producir,
para que no se enfriara la leche que pedía
cada mañana al despertar. Decidió hacerle
caso no sin antes volverse a mirar en el espejo, que
no lo terminaba de con-formar con lo que él
quería para su pelo. Igualmente sabía
que no se podía hacer más de lo que
ya había hecho por su cabellera.
Al sentarse en la vieja silla que lo vio crecer siempre
con su leche, las preguntas de su madre no tardaron
en llegar...
- ¿Por qué tardaste tanto en el baño?...
¿hay algún motivo en especial?
La miró y de su carita sonrojada surgió
una risita cómplice que decía no estar
dispuesto a responder aquellas preguntas. No tardó
mucho en terminar la leche, que ya no estaba tan caliente
como para detenerlo en sus ganas de marchar. Esa mañana
se salteó el beso de su madre que quedó
sumamente sorprendida, quizás porque ese día
debía salir el hombre que tenía dentro;
al menos eso fue lo que pensó...
Caminó despacio, sin tocar su pelo. El viento
que corría se rendía ante el poder de
aquella gomina que había hecho de su pelo una
roca. Miró su reloj y vio que a pesar de su
tranquilo caminar, era aún muy temprano.
Finalmente llegó. Jamás su escuela lo
había visto tan temprano como ese día.
Por suerte, el edificio grande con ventanas enormes
y aulas vacías ya había abierto. No
quiso quedarse afuera, sería muy tonto hacerlo
sabiendo el frío que hacía al aire libre.
Ingresó y dejó su mochila en el banco
de siempre, poco a poco fueron llegando sus compañeros
y la campana para formar de una vez por todas sonó
como cada mañana.
Al ubicarse en la fila su pequeñez, que siempre
lo dejaba a la vista de todos (cosa que poco le gustaba),
ese día le jugó a favor. La buscó
con su mirada, que brillaba cada vez que pensaba en
ella...; al fin la encontró en el grupo de
enfrente. Sus ojitos no pararon de mirarla, ella quizás
se dio cuenta, quizás no. Así se cantó
el Himno Nacional que él aún no sabía;
eso lo avergonzaba, porque bien se sabe que no es
fácil ser el primero en la fila y estar a la
vista de todos soportando miradas, mientras uno balbucea
el himno sin acertar una palabra. Por fin, la di-rectora
dio la orden de marchar hacia las aulas como indicaba
cada día.
La hora de lengua lo aburría demasiado: repasar
sinónimos, antónimos, oraciones bimembres,
unimembres…, era mucho para un chico de apenas
ocho años como él. Eso hizo que el tiempo
durara como duran todas las horas de lengua: "una
eternidad". Miró por segunda vez en la
mañana su reloj y vio como mientras marcaba
las nueve, sonaba la campana para el recreo tan esperado.
La hora de la verdad, de hacer valer aquel medio tarro
de gomina, había llegado. Salió al patio
cubierto y marchó solo, como el deseaba hacerlo.
Caminó hasta llegar al pasillo que no solo
lo conducía hasta el baño sino que además
lo hacía pasar por el aula de su princesa.
Sabía que ella estaba ahí, entre sus
a-migas. A los pocos metros de alcanzarla se puso
igual o peor de colorado que a la mañana temprano
cuando su madre lo había interrogado. Se dio
cuenta de su color y eso lo enfureció, aunque
no lo suficiente como para detener su andar. Al pasar
a su lado, aquella señorita de sexto grado
salió de entre sus compañeras y como
cada mañana le tocó el cabello, hoy
con más gomina que lo habitual. La chica solo
dijo:
-
¡Qué chiquito tan bonito, es un amor!
Ahora le tocaba a él hablar de una vez por
todas. Se detuvo, pero el ensayo con la palabra que
había repetido mil veces no le salió
en la acción. Siguió caminando y con
él, un color en el rostro que parecía
un viejo atardecer pampeano. Una vez más no
había podido contestarle a aquella chica un
simple "gracias".-