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 Toay- Agosto -2006

Bernardo y su viaje a lo desconocido   Por Zulema de Ormaechea – de Recuerdos del ayer pampeano


Un matrimonio vasco se afincó en Toay antes del año 1.900. Para ser más exacta, digo que tendrían que haber llegado en el primer tren del sur que llegara a estos parajes.
Desilusionado con sus parientes pudientes de Ayacucho, el vasco esposo y padre de familia se fue sin más a la estación del ferrocarril de ese pueblo, donde pidió y pagó pasaje para él y los suyos hasta el lugar más lejano al que llegaran las vías del ferrocarril. Como en esos días se inauguraba el ramal Bahía Blanca - Toay, en la boletería le ofrecieron ese destino como el más distante. Así que nuestro vasco pagó contento su viaje hasta aquel lugar donde finalizaba el riel, como él quería.
Para que mi relato sea más completo, tengo que decirles que su impaciencia por cambiar de aires era tanta, que enseguida juntó su bagaje y su familia (esposa y cinco hijos) y feliz trepó al tren que lo llevaría pampa afuera. Pero cuando al final del viaje el guarda retiró los boletos, nuestro personaje exclamó sorprendido:
-¿Cómo?... Yo pagué boleto hasta Toay y aquí dice General Acha.
-¡No vamos más adelante! - respondió el guarda - Toay está lejos y las vías no han sido inauguradas.
-¿Lejos? ¡Pues hasta Toay he pagado y no quiero vuelto, así que hasta Toay me tendrán que llevar!
Los ingleses fueron siempre muy correctos con sus ferrocarriles, así que de buena o mala gana pagaron una chata y los trajeron hasta Toay. Como venían por el sur, no pasaron por la tranquera de don Tomás Masson, evitando así la cháchara y la tentación de quedarse en Santa Rosa. Todo salió como el vasco quería. En Toay todavía vivía el cacique Rosas, que ataviado a la usanza india saludaba al dios Sol en los médanos y le sacrificaba toros negros cuando sus huestes pedían lluvias para el maíz o el piquillín, del que obtenían el alcohol al que eran muy afectos.
El vasco compró sus tierras a don Guillermo Brown y las pobló de fruta-les y hortalizas. Los indios, que no conocían tales cosas, se peleaban por cambiarle una vaquita por una sandía.
Así, trabajando su tierra llegó el año 1.900 y nació José, que sería su sexto y último hijo. Fue siempre un lindo chico y el benjamín de la familia. Llegada su edad escolar concurrió a la escuela de Toay, siendo de los primeros alumnos de la actual Escuela N°5. Su primer maestro fue don Lindor Garro, oriundo de San Luis.
Un verano, cuando José tenía doce años, su padre decidió que tendría que devolver a don Genaro la vaquita lechera que le había prestado. Pensó que su hijo podía ser el arriero, ya que la chacra de don Genaro, si bien estaba un poco alejada, no era tampoco cosa imposible para el niño, que tenía un petiso manso. Así que instruyó a José acerca del comportamiento de un arriero en días de calor.
Tendría que salir de madrugada para aprovechar al máximo la fresca mañanera y arrear a los animales sin ningún apuro para que no se fatigaran. La vaca se daría cuenta que regresaba a la querencia y tranquearía a su gusto sola, pero cuando el sol quemara, tendría que dejarla a la sombra del caldenar hasta el refresco de la tarde para que no se asoleara; podría sacarle el freno al petiso para que pastara un poco mientras que-daba atado del bozal a algún renuevo, pero él no ten dría que dormirse en ningún momento, porque era cuando más necesaria iba a ser su vigilancia; por lo tanto, mejor que ayunara un poco, porque a barriga llena modorra segura.
José se encontraba fuera de sí por la novedad, así que el día que le señaló su padre se levantó junto con el lucero, impaciente por comenzar el trabajo. Después de nuevas recomendaciones y del "hasta mañana hijo" con que lo despidió su madre, partió José hacia su tarea y hacia su primera noche fuera del hogar.
Cuando la alborada ya iluminaba los campos, salió el niño arreando la vaca y su ternera, recordando uno a uno los consejos de su padre. Así llegó a destino con su tropa, cuando los últimos rayos de luz envolvían la tierra.
Al prestar su lechera, don Genaro sabía que la ponía en buenas manos, pero ver que era el propio hijo de su amigo quien se la traía de regreso, gorda, con una ternera crecida, era la mejor recompensa a un favor prestado con desinterés.
Atendió al chico a cuerpo de rey, brindándole buena cena y cama. José compartió la habitación con los hijos del dueño de casa y a la mañana siguiente le prepararon el desayuno a la usanza de antes en las casas de campo: jamón, queso y chorizo. Luego, los chicos de la casa lo acompañaron en sus petisos hasta la tranquera del campo y le dieron cinco pesos en pago por su arreada.
José inició el retorno con inmensa alegría. Puso su caballo al trote y comenzó a entonar la marcha de San Lorenzo, hasta que el sol comenzó a calentar y José a padecer la sed que le provocaba su suculento desayuno. Para colmo, había olvidado cargar agua en su cantimplora, pero advirtió que le faltaba poco para llegar al boliche del triángulo, donde podría aplacar su sed.
Al llegar entró decidido, puso los cinco pesos sobre el mostrador y pidió un potrillo. El bolichero se quedó mirándolo (no sé si ustedes saben, pero desde aquella época a ésta hay muchas cosas que se han ido achicando: las horas de trabajo, el honor, la vergüenza y los potrillos, que eran los vasos de medio litro de vino tinto), pero como la paga estaba sobre el mostrador y el cliente no le era conocido, se lo sirvió de la bordelesa, más caliente que fresco.
El chico estaba sediento y apurado por llegar de vuelta a su casa, así que en dos o tres empinadas se bebió el potrillo, dejando azorado al bolichero. Montó en el petiso y a galope tendido enfiló hacia la querencia. Hacia el mediodía estaba José en la tranquera de su campo sin advertir el mareo que traía encima, pero al doblarse sobre el recado para abrir la tranquera, cayó al suelo inconsciente de lo que le pasaba. Sus padres, que habían advertido lo sucedido, corrieron a auxiliarlo. Al darlo vuelta, para gran preocupación de su madre que creyó que tenía un golpe interno, José vomitó algo parecido a sangre. Pero el padre se había percatado de la fetidez del vino y tranquilizó a la madre:
-¡No te asustes mujer, qué lo que trae es una borrachera de padre y señor mío!-




 

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