Un matrimonio vasco se afincó
en Toay antes del año 1.900. Para ser más
exacta, digo que tendrían que haber llegado
en el primer tren del sur que llegara a estos parajes.
Desilusionado con sus parientes pudientes de Ayacucho,
el vasco esposo y padre de familia se fue sin más
a la estación del ferrocarril de ese pueblo,
donde pidió y pagó pasaje para él
y los suyos hasta el lugar más lejano al que
llegaran las vías del ferrocarril. Como en
esos días se inauguraba el ramal Bahía
Blanca - Toay, en la boletería le ofrecieron
ese destino como el más distante. Así
que nuestro vasco pagó contento su viaje hasta
aquel lugar donde finalizaba el riel, como él
quería.
Para que mi relato sea más completo, tengo
que decirles que su impaciencia por cambiar de aires
era tanta, que enseguida juntó su bagaje y
su familia (esposa y cinco hijos) y feliz trepó
al tren que lo llevaría pampa afuera. Pero
cuando al final del viaje el guarda retiró
los boletos, nuestro personaje exclamó sorprendido:
-¿Cómo?... Yo pagué boleto hasta
Toay y aquí dice General Acha.
-¡No vamos más adelante! - respondió
el guarda - Toay está lejos y las vías
no han sido inauguradas.
-¿Lejos? ¡Pues hasta Toay he pagado y
no quiero vuelto, así que hasta Toay me tendrán
que llevar!
Los ingleses fueron siempre muy correctos con sus
ferrocarriles, así que de buena o mala gana
pagaron una chata y los trajeron hasta Toay. Como
venían por el sur, no pasaron por la tranquera
de don Tomás Masson, evitando así la
cháchara y la tentación de quedarse
en Santa Rosa. Todo salió como el vasco quería.
En Toay todavía vivía el cacique Rosas,
que ataviado a la usanza india saludaba al dios Sol
en los médanos y le sacrificaba toros negros
cuando sus huestes pedían lluvias para el maíz
o el piquillín, del que obtenían el
alcohol al que eran muy afectos.
El vasco compró sus tierras a don Guillermo
Brown y las pobló de fruta-les y hortalizas.
Los indios, que no conocían tales cosas, se
peleaban por cambiarle una vaquita por una sandía.
Así, trabajando su tierra llegó el año
1.900 y nació José, que sería
su sexto y último hijo. Fue siempre un lindo
chico y el benjamín de la familia. Llegada
su edad escolar concurrió a la escuela de Toay,
siendo de los primeros alumnos de la actual Escuela
N°5. Su primer maestro fue don Lindor Garro, oriundo
de San Luis.
Un verano, cuando José tenía doce años,
su padre decidió que tendría que devolver
a don Genaro la vaquita lechera que le había
prestado. Pensó que su hijo podía ser
el arriero, ya que la chacra de don Genaro, si bien
estaba un poco alejada, no era tampoco cosa imposible
para el niño, que tenía un petiso manso.
Así que instruyó a José acerca
del comportamiento de un arriero en días de
calor.
Tendría que salir de madrugada para aprovechar
al máximo la fresca mañanera y arrear
a los animales sin ningún apuro para que no
se fatigaran. La vaca se daría cuenta que regresaba
a la querencia y tranquearía a su gusto sola,
pero cuando el sol quemara, tendría que dejarla
a la sombra del caldenar hasta el refresco de la tarde
para que no se asoleara; podría sacarle el
freno al petiso para que pastara un poco mientras
que-daba atado del bozal a algún renuevo, pero
él no ten dría que dormirse en ningún
momento, porque era cuando más necesaria iba
a ser su vigilancia; por lo tanto, mejor que ayunara
un poco, porque a barriga llena modorra segura.
José se encontraba fuera de sí por la
novedad, así que el día que le señaló
su padre se levantó junto con el lucero, impaciente
por comenzar el trabajo. Después de nuevas
recomendaciones y del "hasta mañana hijo"
con que lo despidió su madre, partió
José hacia su tarea y hacia su primera noche
fuera del hogar.
Cuando la alborada ya iluminaba los campos, salió
el niño arreando la vaca y su ternera, recordando
uno a uno los consejos de su padre. Así llegó
a destino con su tropa, cuando los últimos
rayos de luz envolvían la tierra.
Al prestar su lechera, don Genaro sabía que
la ponía en buenas manos, pero ver que era
el propio hijo de su amigo quien se la traía
de regreso, gorda, con una ternera crecida, era la
mejor recompensa a un favor prestado con desinterés.
Atendió al chico a cuerpo de rey, brindándole
buena cena y cama. José compartió la
habitación con los hijos del dueño de
casa y a la mañana siguiente le prepararon
el desayuno a la usanza de antes en las casas de campo:
jamón, queso y chorizo. Luego, los chicos de
la casa lo acompañaron en sus petisos hasta
la tranquera del campo y le dieron cinco pesos en
pago por su arreada.
José inició el retorno con inmensa alegría.
Puso su caballo al trote y comenzó a entonar
la marcha de San Lorenzo, hasta que el sol comenzó
a calentar y José a padecer la sed que le provocaba
su suculento desayuno. Para colmo, había olvidado
cargar agua en su cantimplora, pero advirtió
que le faltaba poco para llegar al boliche del triángulo,
donde podría aplacar su sed.
Al llegar entró decidido, puso los cinco pesos
sobre el mostrador y pidió un potrillo. El
bolichero se quedó mirándolo (no sé
si ustedes saben, pero desde aquella época
a ésta hay muchas cosas que se han ido achicando:
las horas de trabajo, el honor, la vergüenza
y los potrillos, que eran los vasos de medio litro
de vino tinto), pero como la paga estaba sobre el
mostrador y el cliente no le era conocido, se lo sirvió
de la bordelesa, más caliente que fresco.
El chico estaba sediento y apurado por llegar de vuelta
a su casa, así que en dos o tres empinadas
se bebió el potrillo, dejando azorado al bolichero.
Montó en el petiso y a galope tendido enfiló
hacia la querencia. Hacia el mediodía estaba
José en la tranquera de su campo sin advertir
el mareo que traía encima, pero al doblarse
sobre el recado para abrir la tranquera, cayó
al suelo inconsciente de lo que le pasaba. Sus padres,
que habían advertido lo sucedido, corrieron
a auxiliarlo. Al darlo vuelta, para gran preocupación
de su madre que creyó que tenía un golpe
interno, José vomitó algo parecido a
sangre. Pero el padre se había percatado de
la fetidez del vino y tranquilizó a la madre:
-¡No te asustes mujer, qué lo que trae
es una borrachera de padre y señor mío!-