A mediados de la década del 50 más o
menos, comenzó un servicio de trenes diurnos.
El tren que llegaba a Toay en las últimas horas
de la tarde y se llamó El Puelche.
Nuestros padres solían mandarnos, tras la llegada
del convoy (muy ruidosa, por cierto), a buscar el
diario. Esa circunstancia era aprovechada por nosotros,
especialmente en invierno cuando ya estaba oscuro,
para cometer alguna tropelía. Es que lindando
a un terreno baldío (hoy hay un barrio de viviendas),
en uno de los fondos del negocio de Darrupe, existía
un torre a la que llamábamos El Palomar por
la gran cantidad de palomas que albergaba. Armados
con nuestras infaltables hondas, sin ver siquiera
las presas, disparábamos al rumbo donde presumíamos
que las aves se encontraban durmiendo. Los ruidos
de las piedras chocando en las paredes y travesaños
del interior del palomar, provocaban el estruendoso
aleteo y el vuelo temeroso de las palomas. Eso, sumado
a que alguna piedra perdida caía sobre el techo
de chapa de la casa o el negocio, completaba el cuadro
previo a nuestra veloz carrera esquivando renuevos
y sorteando de un solo salto el alambrado de la calle.
Pies en polvorosa, nuestra fuga se detenía
llegando a la agencia de diarios, tras cruzar a la
mayor velocidad posible la esquina del boulevard,
cuyo alumbrado podía denunciar nuestra presencia.
El ferrocarril Sarmiento o del Oeste (de allí
el nombre al barrio, ubicado paradójicamente
al este de Toay) cubría la línea Toay
– Once. El tren arribaba al mediodía.
Sus máquinas a vapor arrastraban el vagón
carbonero, el postal, los de segunda (con asientos
de pinotea), los de primera, el comedor y los camarotes.
Tres días a la semana – y ya desaparecida
la otra estación del ferrocarril Roca o Sud
-, el Roca aguardaba su llegada en la vía adyacente;
así era posible hacer la combinación
de los viajeros que, viniendo por la línea
del Sarmiento, necesitaban trasladarse a otras localidades
ubicadas en la línea a Bahía Blanca,
donde éste último arribaría.
Durante unos cuarenta años, Toay tuvo dos estaciones
ferroviarias. La otra, la del Roca, se encontraba
en el actual complejo recreativo. Como se la denominaba
del Sud, por extensión ese barrio de mi pueblo
(ubicado paradójicamente hacia el oeste) recibe
el nombre de Sud o Sur. Si usted, querido lector,
no conoce Toay y se encuentra con estos dos barrios
con semejantes denominaciones, no vaya a creer que
a los toayenses se nos han dado vuelta los puntos
cardinales…, la explicación es la que
aquí ofrezco, ¡caramba!
En un pueblo sin mayores ruidos y muy calmo, por esos
años era muy fácil saber del arribo
o salida de los trenes, pues su pitar alertaba a toda
la comunidad. Por eso se sabía si llegaba o
salía a horario, si venía desde Buenos
Aires o Bahía Blanca, o hacia cuál de
esos destinos partía.
Los cargueros circulaban habitualmente. La leña
y los productos agropecuarios se cargaban y fletaban
por el ferrocarril., ya que no existían rutas
pavimentadas que permitieran el uso de camiones; además,
no los había para este tipo de tareas a grandes
distancias. Aun cuando contaran con acoplados, su
tamaño y potencia no hacían que fuesen
rentables.
Por aquellos años, era muy común ver
al embarcadero encerrando hacienda, tanto lanar como
vacuna; los arreos fluían continuamente, y
por las noches el aire se poblaba de mugidos de vacas
y balidos de ovejas, que en discordante sinfonía
preanunciaban que pronto se efectuaría un traslado
de hacienda por el ferrocarril. Por este medio, la
riqueza fundamental de esta zona sufrida y dura, partía
hacia los mercados importantes.
Los galpones, por su parte, almacenaban las estibas
de bolsas de cereal, también a la espera de
partir hacia los puertos terminales. Puliendo el acero
de los rieles, máquinas y vagones viajaban
por el inmutable camino, herencia de un trazado sajón
nunca revertido.
Por esa época, el jefe de la estación
Sarmiento era el señor Jorge; y su auxiliar,
muy conocido y recordado, era Villarino. En el barrio
Oeste se hospedaban guardas y maquinistas. Varios
recalaron en Toay cumpliendo diversas tareas, se afincaron
en el pueblo y formaron sus familias; a modo de ejemplo
– no son los únicos casos – menciono
a Fleuri, Minardi y Tejerina.