Félix San Martín recorre
hacia fines del siglo XIX, los escasos pueblos fundados
en el Territorio de la Pampa Central. Producto de
su viaje, edita en 1.899 el libro A través
de la pampa. Entre la abundante información
referida a Toay, hallamos esta curiosa reseña
en la cual describe, con aires poéticos, las
características del paisaje que rodea a nuestro
pueblo.
"La faja de monte que envuelve
a Toay tiene tres leguas de largo por una de ancho,
proporcionando leña y madera de construcción
a los pobladores del lugar, y aún a algunos
pueblos de la provincia de Buenos Aires, para donde
se exporta.
Algarrobos y caldenes gigantescos se apiñan
formando los más extraños cuadros con
sus ramas torcidas, como si se disputaran el triunfo
en una última convulsión de ira. Aquí
un tronco vetusto que presenció mil bárbaras
escenas del indio, se levanta victorioso de todos
sus vecinos, ostentan-do en su copa deforme la señal
inequívoca de los siglos que sobre él
gravitan, allí un algarrobo entrelaza sus ramas
con las de un caldén que a pesar de tener destruido
parte del tallo por las llamas del incendio que produjera
el rayo o el indio en su lucha desesperada por contener
el avance de los batallones, florece y da su fruto
que ha de servir de forraje a la mansa oveja que trisca
distraída...
Allá, en un abra, crece el tierno alfilerillo;
acá, en lo más en-marañado de
la selva, se retuerce el chañar amenazando
con sus largas espinas; y en la cuesta, donde la caída
forzosa de las aguas ofrece riego seguro, el alpataco
intenta en vano levantar su copa ancha, extendida,
revuelta como la melena de un monstruo que tuviera
diez mil veces más cabeza que cuerpo. El piquillín
y la jarilla, el uno cargado de su sabroso fruto,
la otra luciendo sus elegantes flores, matizan el
paisaje dándole animación y vida. Y
por los huecos que dejan las ramas y las hojas, penetran
rayos de sol que forman los más raros cambiantes
al reflejarse ora sobre el limbo verde, ora sobre
la arena o bien sobre la hojarasca que cruje bajo
la huida precipitada de la iguana.
Debajo de alguno de estos caldenes seculares, el espíritu
del hombre culto se abisma en reflexiones filosóficas.
La soledad del lugar, los mil extraños ruidos
que llegan desde lejos repercutiendo de médano
en médano, de valle en valle, de árbol
en árbol; la voz de la selva, ese ambiente
de misterio que se respira, todo se agrupa, se apiña,
se aprieta y llega al pecho haciendo difícil
la respiración, despertando un extraño
temor, temor indefinible porque no se sabe a qué
se teme, y sin embargo, el miedo contrae el corazón,
como si le tomara con una garra poderosa, como si
le comprimiera entre mil planchas de acero. Se quiere
aislar lo que atemoriza, para saber de qué
se teme, y llegan los ecos en tropel trayendo la confusión
y el espanto, que inmovilizando el cuerpo, pasa luego
para que el espíritu reine soberano sobre la
materia y pueda gritar: esqueleto cobarde ¿de
qué tiemblas?; hay un momento de lucha interior,
sorda, encarnizada, de la bestia que intenta huir
y de la mente que le dice: no te muevas, quédate
a soñar conmigo, y en la espesura de la selva,
bajo uno de aquellos caldenes seculares, se sueña
en cosas grandes: en la naturaleza y sus misterios,
en la vida, en la patria y sus destinos... Luego se
aspira con fuerza el aire de la pampa, un hálito
salvaje recorre todo el cuerpo, impregnándolo
de un no se qué de grande, y al salir de la
selva se ha convencido de la dualidad humana.¿Persiste
en ultratumba? He ahí el eterno problema".-