Sabemos que el lenguaje es historia, que se modifica, se transforma con el uso que de él hacen los hablantes. El lenguaje perfecto, inmóvil, eternamente igual, solo cabe en la imaginación platónica. Sin embargo, es habitual escuchar referencias acerca de que nuestro idioma está mal usado, que se lo deforma, que no se emplean los términos en su recto sentido. Esto forma parte casi del sentido común. La pregunta ¿se dice "detrás mío " o "detrás de mí"? expresa tanto el temor a infringir una norma como el hecho de que ha dejado de percibirse el sentido de esa diferencia.
Todo intento por mantener inmaculada a la madre lengua se revela ineficaz, porque, por un lado, sus cambios son inevitables y, por otro, no hay idioma puro sino pura mezcla; celtas, griegos, latinos, árabes, sumados a los aportes indígenas y de los inmigrantes, fueron conformando nuestro castellano actual.
No obstante, admitir lo inevitable del cambio o la impureza del lenguaje no supone, aunque parezca contradictorio, que las sociedades observan impasibles el fluir ininterrumpido del tiempo configurando el lenguaje del futuro. Esas modificaciones, incorporaciones, pérdidas, nuevas formaciones, son producto del intercambio armonioso de sus habitantes, así como de sus desacuerdos, conflictos o luchas.
Pero, ¿por qué se insiste en conservar el lenguaje? O más bien, ¿qué se quiere proteger? Y en última instancia, ¿proteger de qué?
El latín no se impuso en España por su sonoridad o por sus posibilidades expresivas sino más bien a causa de sucesivas conquistas militares. O el araucano no murió por su pobreza idiomática. En este sentido, la defensa del idioma resulta necesaria cuando lo que está en juego es su supervivencia.
En la república de la Unión Soviética el estalinismo impidió el uso de los diversos idiomas regionales. Aquí no se trata de conservar un privilegio, sino de proteger una cultura oprimida, de recuperar la palabra propia. Lo que mueve a los pueblos en la defensa de su lengua de origen es el legítimo derecho a la independencia y la necesidad de afirmar una identidad.
En el lenguaje expresamos nuestras costumbres, formas de vida, ideas, historias, afectos. La pérdida de una lengua -como señaló Octavio Paz- significa la desaparición de una visión del mundo.
Además de imposición del idioma del pueblo conquistador sobre el conquistado, hay otras pérdidas, otros peligros que amenazan al lenguaje: cuando de tanto corregirlo, dictarle reglamento, se lo encarcela; cuando se lo convierte en un vidrio demasiado opaco, ciego; cuando se manipulan sus sentidos, sus connotaciones, sus valores; cuando se lo quiere unificar, limpiar deruidos e impurezas, convertir en algo fatalmente perfecto.
Por dar unos ejemplos: todo el Buenos Aires culto del 1800 creía hablar bien hasta que llegaron los bárbaros gauchos. Y años más tarde, hacia 1880, Lucio V. Mansilla se lamentaba de este modo: "Aquí vienen muchos extranjeros; pero se quedan, no se van, y los que vienen son de cierta clase… nos cambian la lengua". Testimonios en los que se manifiesta la idea de que el lenguaje es un patrimonio personal o grupal y todo aquello que no proviene de adentro (de la elite cultural) es considerado salvaje, infeccioso o culpable.
Y para ir finalizando, no nos alarmemos tanto de las incorrecciones que se infiltran en este castellano chapuceado que hablamos. Crece y se hace más expresivo a pesar de -o por- los errores oídos (¿o se dice "escuchados"?) en la calle. Preocupémonos, en todo caso, de ese lenguaje envasado, moderno, apto para consumo, cultivado y de bajas calorías, que nos prescriben en la televisión.-
Nota: La cita fue extraída del trabajo de María Luisa Freyre y Enrique Pezzoni, "El habla de los porteños".