Inasible en su modesta altura, la
mirada perdida en el infinito, un ángel vela
sobre Toay. A veces, caminar con la vista alta no
es símbolo de orgullo sino de interés
en lo que nos rodea y está más allá
de nuestro nivel humano, bastante escaso, por cierto.
Así, recorriendo ese largísimo "Boulevard
Brown" -que es un tiempo senda que a-punta al
monte y recuerdo de la frustración del pueblo
que no pudo ser- se nos apareció de pronto,
en el frontispicio de una vieja casona, símbolo
ella misma de mejores tiempos.
Cierto que cien veces habíamos pasado por el
sitio, pero fue en ésta (acaso la luz de otoño,
quizás la hora, tal vez el ánimo de
la compañía…) que el rostro angelical
se nos apareció, delineado en su pequeña
altura y junto a un modesto cielo de chapas de zinc
oxidadas. Un teleobjetivo permitió observar
sus rasgos: un rostro noble, levemente mofletudo y
melancólico, enmarcado por algo que -no se
divisa bien- pueden ser laureles o quizás una
cabellera; bajo su cuello un esbozo de vestimenta.
Todo en una forma circular, de un material netamente
diferenciable de aquel sobre el que se asienta como
alto relieve.
Cualquier mediano conocedor de la historia de la arquitectura,
tendrá con lo dicho, y con la imagen que acompaña
la nota, suficientes elementos para señalar
que se trata de un ornamento art noveau muy acorde
con la época y la situación económico-social
en la que debió haberse construido, seguramente
a principios de siglo. Con un pequeño esfuerzo
acaso agregará el tipo de material que lo constituye
y hasta puede que arriesgue la escuela decorativa
de la que surgió.
Lejos de descalificar esas apreciaciones, nuestro
interés, sin embargo, tomó para otro
rumbo. Pensamos, por ejemplo, que en forma más
o menos disimulada, los ángeles siempre han
presidido la vida de las ciudades y los pueblos, ubicados
en las alturas para escapar a la miseria humana, avizorar
el porvenir y ver, de paso, cómo se pierden
a lo lejos las esperanzas. En muchas catedrales europeas
comparten esta jerarquía con espantosas gárgolas
que bien pueden atribuirse a los demonios.
Es que los ángeles, con su difusa condición
que tantas especulaciones costó a los escolásticos,
con sus evocaciones de debilidad y santidad (recordar
que el Ma-lo fue en principio el Ángel Preferido…)
han sido siempre caros al sentimiento re-ligioso más
simple, que les adjudica, entre otras funciones, la
guarda personal de cada uno de los mortales, tarea
ímproba si bien se mira.
García Lorca veía en el crepúsculo
andaluz "ángeles de largas trenzas y corazones
de aceite". En latitudes más cercanas,
Alejandro Dolina hace planear sobre el barrio de Flores,
a su entrañable Ángel Gris, medio rantifuso
en sus milagros.
El ángel toayense, el ángel de Toay
(para embellecerlo en la palabra), tiene poco y nada
de aquéllos. Más bien recuerda, salvando
alturas y antigüedades, al "Ángel
de mil doscientos" que describe Giovanni Guareschi
en una de las historias de "Don Camilo".
Como aquél, que avizoraba la llanura del Pro
desde lo alto de su campanario, éste, desde
su ochava de medio rumbo, lleva tantísimos
años con la mirada perdida en el caldenar.
No vio, cuando recién impuesto, la barbarie
de los combates entre cristianos e indios, pero seguramente
a sus pies pasaron, y pasan, los últimos ranqueles.
Debió haber mirado con ojos jóvenes
a don Juan Brown, ilusionado con su pueblo fundado
en el paraje antiguo y poco a poco marginado por intrigas
políticas, y por la rumbosa avenida, que por
entonces unía las dos estaciones de líneas
diferentes que insinuaban a Toay como nudo ferroviario,
pasar los carruajes con camas y caballeros recién
venidos, molestos por el polvo pero levemente emocionados
de transitar la pampa hasta ayer salvaje. Desde su
altura seguramente fue una fiesta ver el trazado de
la picada que prometía el ramal a Villa Mercedes,
todavía perceptible hoy, y con el rabillo del
ojo no le ha de haber sido difícil contemplar
en el fondo del valle, la gloria del manantial famoso
que engalanaba el bajo.
El mismo edificio, sobre el que se ubica, pese a los
años habla a las claras de un tiempo próspero.
Acaso un hotel, una vivienda rumbosa o una de aquellas
maravillosas y rebosantes casas de "ramos generales"
que salpicaban la pampa vieja. A sus pies, los jinetes
y carreros debieron atar los caballos en las argollas
empotradas en la vereda, antes de echar un trago que
mitigara el polvo del camino. Si todavía desde
su altura, sin esforzar la vista, allá frente
a la estación vieja, divisa el carretón
de enormes ruedas, vete-rano y abandonado.
Cuando los "Años Malos", el viento
debió castigarlo mil veces, y en épocas
de lluvias las gotas resbalarían por sus mejillas
remedando las lágrimas que no pudo verter.
Los soles del verano lo amorenaron, los fríos
de invierno lo han curtido. Él vio un Toay
brumoso, con otras gentes y otras actividades. La
hachada y los hachadores, la cosecha y los bolseros,
el rancherío y las casitas bajas, la risa y
el llanto, la alegría y la tragedia, la vida
y la muerte.
Ahora está allí, inerme a la piqueta
del progreso, que puede o no tardar pero siempre llega.
Carecemos de autoridad para juzgar sus valores artísticos,
aunque nos parece que es hermoso. Visto así
a la distancia y por encima, se nos ocurre que su
valor es el de un símbolo. Claro que el nuestro,
pueblo joven, recién está creando los
suyos propios y, más bien, se ha especializado
en destruir aquéllos que le podrían
haber servido como tales, según atestiguan
numerosos hechos y empresas ocurridos.
Entonces uno se pegunta: ¿No habrá algún
edicto, una ley, una disposición mínima
que permita, si llega el caso, guardar en un rincón
amable ese viejo y olvidado ángel pampeano…?
Creemos que sí, pero antes de poner punto final
me anticipo a la objeción del lector: ¿Y
si no es un ángel? ¿Si el altorrelieve
representa solamente un amable y sufrido rostro, simpático
pero escasamente teológico?... Me apresuro
a responder: si no es un ángel, merece serlo.
Por la altura en que está, por todo lo que
uno quiere que haya visto y porque, en definitiva,
siempre deseamos una presencia etérea y bondadosa
que, en efigie o en pensamiento, vele por nosotros.
Aunque su cielo inmediato esté poblado por
nubes de chapas herrumbrosas.-
Nota del autor: Texto publicado en
el suplemento del diario La Arena para el centenario
de Toay.-