Mezclemos una agencia de noticias
locales con un salón de lustrar, agreguemos
una estación meteorológica a reuma,
una cucharada sopera colmada de música de violín,
cebaduras de mate a gusto, una medida de agencia de
lotería, porciones generosas de literatura,
una pizca de filosofía aristotélica
para los más finolis y lo envolvemos entre
bromas desenfadadas. Luego atamos el paquete con unos
hilos de ironía al estilo Borges, trenzados
con unos piolines gruesos de humor negro.
A semejante mixtura la colocamos en un local a la
calle y le ponemos un rótulo cualquiera, peluquería
por ejemplo, para encuadrar la cosa dentro de las
ordenanzas municipales que andan por ahí.
La magia de la memoria reconstruye así un mundo
fantasioso, atemporal y único, para dejar libre
paso a los recuerdos.
Por aquellos días de la historia, no era necesario
ser memorioso porque la peluquería era una
realidad y con sólo penetrar en su recinto,
se podía acceder a un espacio diferente, poblado
de inocentes transgresiones, apartado de los esquemas
convencionales de la época.
Por cierto que la tónica del ambiente estaba
orquestada por la presencia de su dueño, don
Ramón Markraych, el Ruso Peluquero, un personaje
inolvidable y magnífico para toda la escala
de las evocaciones.
Por fortuna yo fui cliente de su espíritu antes
que de su oficio, porque los más chicos nos
cortábamos el pelo en lo de Cordera, un apodo
que nominaba al incomparable arquero del Sportivo
Toay, posiblemente por la admiración que despiertan
las glorias del deporte. Si mal no recuerdo, Cordera
había aprendido el oficio al lado de don Ramón
para luego armar su propio negocio pelífero.
Más tarde su carrera deportiva lo alejaría
de Toay y su local sería ocupado por el Sr.
Fernández, un profesional atento y prolijo,
siempre peinado impecablemente a la gomina.
Don Ramón fue un personaje de excepción.
Venido desde Rusia escapando a los cañonazos
de alguna guerra, recaló como tantos en la
paz del desierto pampa. No me cabe ninguna duda de
que era dueño de una cultura refinada, aunque
nunca hizo gala de tal, y desde ella sus expresiones
se estructuraban sobre una sólida base filosófica,
aunque en ocasiones se tradujeran en términos
personales tan ajustados como no reproducibles aquí,
por las dudas.
Era un erudito actualizado en literatura, siempre
dispuesto a comentar el último best seller
en profundidad o a discutir el argumento de cualquier
película, manejando un lenguaje inteligente,
a veces entre irónico y sarcástico,
pero siempre teñido de un humor con todos los
matices.
Bajo su batuta, la peluquería adoptaba el símil
de una gran tertulia en la que el servicio peluqueril,
era uno de los tantos tiempos de una sinfonía
ejecutada por un gran señor.
En aquel ámbito, mi mentalidad de adolescente
tuvo la suerte de asistir a algunas clases magistrales
sobre la vida, alejadas de todo academicismo pero
definidas abiertamente por el más amplio concepto
de las libertades interiores.
La diaria tarea del maestro, con una adecuación
normal y sin fisuras al concepto, era el mejor ejemplo
de la teoría. Don Ramón era un apasionado
por la música y no vacilaba en apartarse momentáneamente
de su cometido, para acompañar con el violín
a las melodías conocidas de su repertorio,
cuando éstas eran transmitidas por la radio.
En tal caso podía suceder que algún
paisano quedara olvidado en el sillón, medio
afeitado medio enjabonado, oficiándolas de
espectador compulsivo de un concierto que no era otra
cosa que un ejercicio del derecho a la libertad del
hombre, con toda la antiquísima jurisprudencia
de su parte.
En aquellos tiempos, el cadete de la peluquería
era Pichuco, diestro en el arte de barrer pelos, cebar
mate, lustrar zapatos y hacer mandados de todo tipo,
haciendo juego con la alegría y el desparpajo
del ambiente.
Por ahí entraba al salón cierto encumbrado
ganadero con una docena de huevos de regalo. Don Ramón
agradecía el obsequio y acto seguido le ordenaba
a Pichuco:
- “Cébale unos mates a este señor,
por la alcahuetería que nos ha traído”.
O sea la síntesis del pensamiento libre aplicado
según el modelo, expresada en el tiempo y lugar
exacto, con el lenguaje exacto.
Después de almorzar, don Ramón solía
darse una vuelta por el bar del hotel La Cancha para
jugar una partida de billar. Todo era normal hasta
que aparecía en escena el comisario del pueblo,
don Santiago Padula, quien se limitaba a estacionar
su pequeña figura en las cercanías del
paño verde, sin decir palabra alguna. Para
don Ramón aquella presencia silenciosa era
una antena emisora de ondas catastróficas y
en pocos minutos, antes de terminar metiéndole
un siete al paño con un taco nervioso, abandonaba
abruptamente la partida.
- “Dos cosas me molestan en este pueblo - solía
decir- la picazón de la barba y este petizo
tóxico - en alusión a la estatura y
el sarcasmo del comisario en algunas ocasiones.
El Micky era un hermoso perro ovejero, propiedad de
don Ramón, que cierto día le mordió
una mano a mi viejo. Trascendido el hecho, sin mayor
importancia por otra parte, desde la comisaría
partió una orden de arresto para el Micky bajo
la imputación de lesiones, para desesperación
y fastidio de su amo.
Comisario y peluquero mantenían una entrañable
relación de afecto, pero ambos jugaban a enfrentarse
diariamente con artillería de bromistas despiadados,
en un contrapunto donde la calidad humana sobresaliente
de dos espíritus traviesos estaba al servicio
de una juerga interminable, para alegría de
todo el mundo.
Reynaldo y Lila fueron los hijos de don Ramón.
Reynaldo partió muy joven desde este mundo
y Lila fue mi amiga más allá de la escuela
primaria, en la que fuimos compañeros de grado
y de rubro teatral, pues en quinto grado nos despachamos
con una comedia en la que Lila era una dama en trance
de divorcio y yo su abogado. Vaya tema para alumnos
primarios allá por los cuarenta ¡y nada
de hilar finito con las premoniciones!
Por allá se quedaron los atardeceres de Toay,
con la diaria voltereta despreocupada de la adolescencia
andando por las calles y las estaciones obligadas
en la peluquería, el frontón de La Cancha,
los bancos de la plaza, la confitería de Tito
Anchuvidart y las tenidas culturales en la pieza del
inolvidable Oscar Riva. En la película del
recuerdo, como una imagen detenida está la
figura de don Ramón Marckraych, entre paternal
y transgresora, predicando con el ejemplo sobre las
artes, la alegría de vivir, los derechos humanos
y la libertad de pensamiento; ni más ni menos,
los factores que hacen a la vida digna de ser vivida,
en su más pura esencia.-
Ilustraciones: Roger Waldhorn