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Toay- julio-agosto -2008




De peluquerías Por Rodrigo Fernández

 

Mezclemos una agencia de noticias locales con un salón de lustrar, agreguemos una estación meteorológica a reuma, una cucharada sopera colmada de música de violín, cebaduras de mate a gusto, una medida de agencia de lotería, porciones generosas de literatura, una pizca de filosofía aristotélica para los más finolis y lo envolvemos entre bromas desenfadadas. Luego atamos el paquete con unos hilos de ironía al estilo Borges, trenzados con unos piolines gruesos de humor negro.
A semejante mixtura la colocamos en un local a la calle y le ponemos un rótulo cualquiera, peluquería por ejemplo, para encuadrar la cosa dentro de las ordenanzas municipales que andan por ahí.
La magia de la memoria reconstruye así un mundo fantasioso, atemporal y único, para dejar libre paso a los recuerdos.
Por aquellos días de la historia, no era necesario ser memorioso porque la peluquería era una realidad y con sólo penetrar en su recinto, se podía acceder a un espacio diferente, poblado de inocentes transgresiones, apartado de los esquemas convencionales de la época.
Por cierto que la tónica del ambiente estaba orquestada por la presencia de su dueño, don Ramón Markraych, el Ruso Peluquero, un personaje inolvidable y magnífico para toda la escala de las evocaciones.
Por fortuna yo fui cliente de su espíritu antes que de su oficio, porque los más chicos nos cortábamos el pelo en lo de Cordera, un apodo que nominaba al incomparable arquero del Sportivo Toay, posiblemente por la admiración que despiertan las glorias del deporte. Si mal no recuerdo, Cordera había aprendido el oficio al lado de don Ramón para luego armar su propio negocio pelífero. Más tarde su carrera deportiva lo alejaría de Toay y su local sería ocupado por el Sr. Fernández, un profesional atento y prolijo, siempre peinado impecablemente a la gomina.
Don Ramón fue un personaje de excepción. Venido desde Rusia escapando a los cañonazos de alguna guerra, recaló como tantos en la paz del desierto pampa. No me cabe ninguna duda de que era dueño de una cultura refinada, aunque nunca hizo gala de tal, y desde ella sus expresiones se estructuraban sobre una sólida base filosófica, aunque en ocasiones se tradujeran en términos personales tan ajustados como no reproducibles aquí, por las dudas.
Era un erudito actualizado en literatura, siempre dispuesto a comentar el último best seller en profundidad o a discutir el argumento de cualquier película, manejando un lenguaje inteligente, a veces entre irónico y sarcástico, pero siempre teñido de un humor con todos los matices.
Bajo su batuta, la peluquería adoptaba el símil de una gran tertulia en la que el servicio peluqueril, era uno de los tantos tiempos de una sinfonía ejecutada por un gran señor.
En aquel ámbito, mi mentalidad de adolescente tuvo la suerte de asistir a algunas clases magistrales sobre la vida, alejadas de todo academicismo pero definidas abiertamente por el más amplio concepto de las libertades interiores.
La diaria tarea del maestro, con una adecuación normal y sin fisuras al concepto, era el mejor ejemplo de la teoría. Don Ramón era un apasionado por la música y no vacilaba en apartarse momentáneamente de su cometido, para acompañar con el violín a las melodías conocidas de su repertorio, cuando éstas eran transmitidas por la radio.
En tal caso podía suceder que algún paisano quedara olvidado en el sillón, medio afeitado medio enjabonado, oficiándolas de espectador compulsivo de un concierto que no era otra cosa que un ejercicio del derecho a la libertad del hombre, con toda la antiquísima jurisprudencia de su parte.
En aquellos tiempos, el cadete de la peluquería era Pichuco, diestro en el arte de barrer pelos, cebar mate, lustrar zapatos y hacer mandados de todo tipo, haciendo juego con la alegría y el desparpajo del ambiente.
Por ahí entraba al salón cierto encumbrado ganadero con una docena de huevos de regalo. Don Ramón agradecía el obsequio y acto seguido le ordenaba a Pichuco:
- “Cébale unos mates a este señor, por la alcahuetería que nos ha traído”.
O sea la síntesis del pensamiento libre aplicado según el modelo, expresada en el tiempo y lugar exacto, con el lenguaje exacto.
Después de almorzar, don Ramón solía darse una vuelta por el bar del hotel La Cancha para jugar una partida de billar. Todo era normal hasta que aparecía en escena el comisario del pueblo, don Santiago Padula, quien se limitaba a estacionar su pequeña figura en las cercanías del paño verde, sin decir palabra alguna. Para don Ramón aquella presencia silenciosa era una antena emisora de ondas catastróficas y en pocos minutos, antes de terminar metiéndole un siete al paño con un taco nervioso, abandonaba abruptamente la partida.
- “Dos cosas me molestan en este pueblo - solía decir- la picazón de la barba y este petizo tóxico - en alusión a la estatura y el sarcasmo del comisario en algunas ocasiones.
El Micky era un hermoso perro ovejero, propiedad de don Ramón, que cierto día le mordió una mano a mi viejo. Trascendido el hecho, sin mayor importancia por otra parte, desde la comisaría partió una orden de arresto para el Micky bajo la imputación de lesiones, para desesperación y fastidio de su amo.
Comisario y peluquero mantenían una entrañable relación de afecto, pero ambos jugaban a enfrentarse diariamente con artillería de bromistas despiadados, en un contrapunto donde la calidad humana sobresaliente de dos espíritus traviesos estaba al servicio de una juerga interminable, para alegría de todo el mundo.
Reynaldo y Lila fueron los hijos de don Ramón. Reynaldo partió muy joven desde este mundo y Lila fue mi amiga más allá de la escuela primaria, en la que fuimos compañeros de grado y de rubro teatral, pues en quinto grado nos despachamos con una comedia en la que Lila era una dama en trance de divorcio y yo su abogado. Vaya tema para alumnos primarios allá por los cuarenta ¡y nada de hilar finito con las premoniciones!
Por allá se quedaron los atardeceres de Toay, con la diaria voltereta despreocupada de la adolescencia andando por las calles y las estaciones obligadas en la peluquería, el frontón de La Cancha, los bancos de la plaza, la confitería de Tito Anchuvidart y las tenidas culturales en la pieza del inolvidable Oscar Riva. En la película del recuerdo, como una imagen detenida está la figura de don Ramón Marckraych, entre paternal y transgresora, predicando con el ejemplo sobre las artes, la alegría de vivir, los derechos humanos y la libertad de pensamiento; ni más ni menos, los factores que hacen a la vida digna de ser vivida, en su más pura esencia.-

Ilustraciones: Roger Waldhorn




















 

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