Rehenes de otro mundo
A Vincent Van Gogh, a Antonin Artraud,
a Jacobo Fijman.
Era un pacto firmado con la sangre
de cada pesadilla,
una simulación de durmientes que roen el peligro
en un
[ hueso de insomnio.
Prohibido ir más allá.
Sólo el santo tenía la consigna para
el túnel y el vuelo.
Los otros la mordaza, las vendas y el castigo.
Entonces había que acatar a los guardianes
desde el fondo
[ del foso.
Había que aceptar las plantaciones que se pierden
de vista
[ al borde de los pies.
Había que palpar a ciegas las murallas que
separan
[ al huésped y al perseguidor.
Era la ley del juego en el salón cerrado:
las apuestas a medias hasta perder la llave
y unas puertas que se abren cuando ruedan los últimos
[ dados de la muerte.
Y ellos se adelantaron en un salto hasta el final,
con sus altas coronas.
Quemaron los telones,
arrancaron de cuajo los árboles del bosque,
rompieron hasta el fondo las membranas para poder
pasar.
Fue una chispa sagrada en el infierno,
la ráfaga de un cielo sepultado en la arena,
la cabeza de un dios que cae dando tumbos entre un
rayo
[ y el trueno.
Y después no hubo más.
Nada más que las llamas, el polvo y el estruendo,
iguales para siempre, cada vez.
Pero esa misma mano mordida por la trampa rozó
la eternidad,
esa misma pupila trizada por la luz fue un fragmento
del sol,
esas sílabas rotas en la boca fueron por un
instante la palabra.
Ellos eran rehenes de otro mundo, como el carro de
Elías.
Pero estaban aquí,
cayendo,
desasidos.-
Continente vampiro
No acerté con los pies sobre
las huellas de mi ángel guardián.
Yo, que tenía tan bellos ojos en mi estación
temprana,
no he sabido esquivar este despeñadero del
destino
[ que camina conmigo,
que se viste de luz a costa de mi desnudez y de mis
duelos
y que extiende su reino a fuerza de usurpaciones y
rapiñas.
Es como un foso en marcha
al acecho de un paso en el vacío,
unas fauces que absorben esas escasas gotas de licor
[ que dispensan los dioses,
un maldito anfiteatro en el que el viento aspira el
porvenir
[ de la heroína
y lo arroja a los leones
-su oro resonando al caer, grada tras grada, con sonido
de
[ muerte,
como suena el recuento al revés de toda gracia-.
Pegado a mis talones,
adherido a mis días como un cáncer a
la urdimbre del tiempo,
tan fiel como el país natal o el sedimento
ciego de mi herencia,
no sólo se apodera de mis más denodadas,
inseparables
[ posesiones,
sino que se adelanta con su sombra veloz al vuelo
de mi mano
y hasta se precipita contra el cristal azul que refleja
el
[ comienzo de un deseo.
A veces, muchas veces,
me acorrala contra el fondo de la noche cerrada, inapelable,
y despliega su cola, su abanico fastuoso como el rayo
de
[ un faro,
y exhibe uno por uno sus tesoros
-pedrerías hirientes a la luz de mis lágrimas-:
la casa dibujada con una tiza blanca en todos los
paraísos
[ prometidos;
los duendes con sombreros de paja disipando la niebla
[ en el jardín;
pedazos de inocencia para armar algún día
su radiante cadáver;
mi abuela y Berenice en los altos desvanes de las
aventuras
[ infantiles;
mis padres, mis amigos, mis hermanos, brillando como
[ lámparas en el túnel de las alamedas;
vitrales de los grandes amores arrancados a la catedral
de la
[ esperanza;
ropajes de la dicha doblados para otra vez en el arcón
sin fondo;
las barajas del triunfo entresacadas de unos naipes
marcados;
y piedras prodigiosas, estampas iluminadas y ciudades
como
[ luciérnagas del bosque,
todo, todo, sobre una red de telarañas rojas
que son en realidad caminos que se cruzan con las
venas
[ cortadas.
No hablo aquí de ganancias
y de pérdidas,
de victorias fortuitas y derrotas.
No he venido a llorar con agónicos llantos
mi desdicha,
mi balance de polvo,
sino a afirmar la sede de la negación:
esta vieja cantera de codicias,
este inmenso ventisquero vampiro que se viste de luces
con
[ mi duelo.
Y yo como una proa de navío
pirata,
península raída llevando un continente
de saqueos.-