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Toay- Noviembre -2007

Con sabor a nostalgia Por Buby García Córdoba

 

Durante el año, y de acuerdo a la temporada, se producía el resurgimiento de alguna variedad de juego o entretenimiento. De tal manera, entre los meses de julio y agosto, el barrilete era el señor del cielo pueblerino.
Cuando conseguíamos algunas monedas, corríamos a la librería de Varela a comprar papeles de colores. Caso contrario, y esto era más habitual, nos conformábamos con papel de diario.
Detrás del barrilete montábamos todo una “industria”. Comenzábamos por cortar las cañas, las cuales abundaban tanto en casa de mis abuelos como en la de Maidana. Elegíamos las mejores, ya secas, y con un cuchillo las partíamos longitudinalmente; luego, se pelaban prolijamente. La cantidad de cañas a preparar iba en relación a la forma de barrilete a confeccionar. Las atábamos fuertemente al centro y posteriormente uníamos los extremos, a los cuales previamente se les daba forma de punta de flecha. El perímetro estaba dado por un trozo de hilo.
Cuando ya estaba lista la estructura, colocábamos la misma sobre el papel, y tijera en mano, cortábamos este de acuerdo a la forma que tuviera el bastidor, dejando unos centímetros de más por cada lado. Tras cortar el papel, lo doblábamos sobre el hilo. Esta “oreja” era pegada por dentro con engrudo.
Ya pegado el papel, colocábamos los tiros. Aquí había que poner gran cuidado, para que la fuerza que hiciera al elevarse fuera pareja desde los dos extremos en que se anudaba y el centro desde donde partía otro hilo, uniéndose en un punto a determinada distancia. Si las medidas no eran las correctas, no lograríamos nunca que el barrilete alzara su vuelo. Los tiros de la cola también requerían atención, ya que en su mitad se hacía un pequeño lazo donde se anudaba la cola de trapos o bolsas. Si este material era escaso, para evitar que se viniera abajo el barrilete por el poco peso del “lastre”, nos ingeniábamos atando alguna rama de tamarisco u olivillo.
A veces anudábamos alguna hoja de afeitar en la cola del barrilete, acto este realizado con toda premeditación y alevosía. Tenía como finalidad lograr que el filoso acero rozara el hilo de algún otro barrilete y así conseguir que se cortara. Éste, huérfano de la fina hebra en que se sostenía en las alturas, cabeceando pesadamente o en giros locos y grotescos, se precipitaba a tierra. Todo esto, ante la algarabía de los causantes y sus seguidores, y las irreproducibles imprecaciones del afectado.
Los armazones podían ser de dos, tres o cuatro cañas. Eran los más comunes; y de acuerdo a esta cantidad, surgía su forma y la posterior denominación: cuadrados (2 cañas iguales), rombos (una más larga que la otra), cajones (con tres cañas), y finalmente con cuatro podía resultar una bomba, estrella o granada. Algunos más “exquisitos” confeccionaban un rombo, pero con una caña arqueada, y entonces tenían un cometa.
Usábamos dos clases de hilo en madeja para remontar los barriletes. El “lonero” de color blanco tenía poca resistencia pero era más barato. En cambio el “choricero” (de color mostaza) era más fuerte, y según la etiqueta, llegaba a tener 110 metros. Acumulábamos la mayor cantidad de hilo posible, así podíamos “aflojar” éste en cantidad, dos o tres madejas a veces. En caso que el hilo se cortara, no nos preocupaba tanto que el barrilete se rompiera; la preocupación consistía en que no se nos perdiera mucho hilo si habíamos aflojado demasiado de la madeja. Cuando esto sucedía, corríamos tras el barrilete, en ocasiones por varias cuadras; teníamos suerte si no se nos quedaba enredado en los cables o en algún caldén. Si el deterioro era menor y lográbamos la recuperación, reparábamos el daño con un parche; caso contrario, había que confeccionar otro barrilete. En la temporada, un buen número de árboles y líneas eléctricas terminaban “decorados” barriletes semidestruidos.
En algunas oportunidades, agregábamos flecos que los hacían más vistosos y producían un sonido como de aleteo violento al ser agitados por el viento. Una vez arriba, nos entreteníamos mandando saludos. Para ello, acortábamos dos o tres brazadas de hilo soltándolas violentamente. Esto hacía que el barrilete “cabeceara”, simulando saludar. También sabíamos agujerear un papel al que hacíamos trepar por el hilo, ayudados principalmente por el viento. Asimismo, si el viento no era demasiado fuerte y se mantenía constante, atábamos la madeja a un palo o a algún árbol, y jugábamos a otra cosa. De a ratos, controlábamos que el barrilete no se cayera.
Solíamos pasar el día remontando y bajando el barrilete, desde la mañana hasta el anochecer, ateridos de frío pero felices. Con él, nosotros también volábamos.-













 

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