Las
calles son muy anchas, trazadas en damero hacia los
cuatro puntos cardinales, con la generosidad de espacios
que proporciona un desierto con los horizontes en
el infinito.
El verano se asienta sin piedad sobre la arena y la
quietud de la hora invita a una pausa para la molicie.
Un millón de veleros se dibuja en las alas
de las mariposas amarillas que sobrevuelan un mar
de reverberos. El calor cierra una persiana y el chirrido
de bisagras oxidadas rasguña el silencio de
la siesta pueblerina, ancestral y doméstica.
Camina el centro de la calle tu figura, como un frágil
trazo celeste sobre el paisaje. Juntos nos vamos de
recorrida, sin destinos obligados ni precisos. Ha
de ir con nosotros un diálogo interminable,
distendido, casual, en ocasiones enreda-do entre disensos
cercanos a los límites de ruptura, según
lo aconseja el manual de las amistades entrañables.
El Darling también va con nosotros, paseando
su perruna simpatía con el olfato presto a
aplicarlo en donde no se debe y todo su albedrío
flameando en la cola inquieta. Su geografía
animal recorre, por lo menos, un cruce muy desafortunado
entre razas caninas. Es demasiado largo, demasiado
bajo, demasiado peludo. El hocico afilado sobresale
en una cabeza desproporcionada con el resto y las
orejas erguidas completan las incongruencias en el
diseño general. Pero hasta el mínimo
rincón de su cuerpo está relleno de
ternura y él le encarga a su instinto la aplicación
de sus virtudes sobre nosotros. Con plena conciencia
de las circunstancias, nos tiene suscriptos a sus
correrías y a la protección de su integridad
ante los peligros de la calle.
Buen tipo, el Darling. Como ser viviente y como amigo,
con todas esas cosas que hacen queribles a los buenos
tipos. Le encanta nuestra platea del cordón
de la vereda y utiliza el hocico como cuña
hasta que se ubica como uno más entre los espectadores
de la movida callejera. Creo que considera que somos
sus amigos sociales porque, curiosamente, su verdadero
amo es un señor que no pertenece a nuestro
grupo.
Todo está impreso en tiempo presente aunque
las historias parecen lejanas. Será porque
la plenitud inocente constituye un estado constante,
mantenido en el tiempo con su aroma original.
Las vacaciones del secundario dejaban los días
abiertos, sin deberes y sin horarios. El calor agobiante
del clima mediterráneo nos transformaba en
lagartijas, al decir de los mayores. Por cierto que
las siestas tenían el encanto del paisaje despojado
y solitario. La sombra de los paraísos ambientaba
sobre el cordón de la vereda un foro para de-bates,
o podía convertirlo en un palco privilegiado
para observar la movida pueblerina, como también
en un espacio ilimitado para la fantasía, según
el tenor de la jornada.
Alimentábamos entredichos con nuestra supina
ignorancia a cuestas, algo casi comprensible en productos
emergentes de un cascarón apenas abierto. Éramos
"hormigas tan mediterráneas que no conocíamos
el mar" y por ende, consumíamos cuanta
letra importada nos cayera cerca. Así éramos
lectores en una revista yanky, de una saga de complicados
amores en una escuela "preparatoria" californiana,
protagonizados por Fred y Anne y las rosquillas de
la cafetería, culminando en un invariable final
feliz. Una cursilería total. De allí
saltábamos a La Odisea y el pobre Homero andaba
por unos días bajo la lupa, enredado con la
"moza tan fermosa no vi en la frontera de de
la Finojosa" de la literatura española
de cuarto año. El empeño del Colegio
Nacional por formar ciudadanos de sólido acervo
cultural, nos obligaba a corresponderle dedicando
cierto espacio a las ecuaciones, a la trigonometría,
a los oxidrilos, al Sr. Newton, al Sr. Mendeleief
y demás pilares de la ciencia. En verdad nuestro
aporte a la cosa era bastante desordenado aunque mucho
más entretenido, llegando a orillar el caos
cuando se trataba de consensuar sobre temas y conclusiones.
Nos ilusionaba vivir en una sociedad más humana,
más auténtica, más alegre. Considerábamos
que muchas personas arrastraban un destino lineal
sobre el aburrimiento de los esquemas establecidos.
Sin detenernos a pensar que los sujetos así
vivían felices y contentos, para sustraerlos
de tan lamentable condición les dibujábamos
una vida paralela. Te encantaba armarles las historias
siguiendo el modelo de las novelas cursis que leíamos,
incluyendo los finales felices para cerrar el ejercicio
de la ironía. La ficción eclipsaba largamente
a la realidad, al punto que hoy recuerdo como Willy
al verdulero de la esquina y como Brenda a su esposa,
porque sus nombres verdaderos se extraviaron para
siempre en una de nuestras novelas de capítulo
diario.
Frente al palco de vereda, los fines de semana desfilaban
los concurrentes a los bailes populares. Allí
ubicábamos a los actores de nuestro secreto
teatro costumbrista. El folklore local transitaba
de la mano de un criollo con los pies torturados por
haberlos calzado con botines domingueros, añorando
ostensiblemente a las alpargatas cotidianas. Asimismo,
bajo el peso de una humanidad considerable, un par
de tacos altos se clavaban paso a paso en la arena,
al tiempo que una esforzada blusa color fucsia trataba
de contener a los desbordes superiores. Desde una
convicción casi absoluta, creo que el lápiz
de Molina Campos alguna vez anduvo por nuestro mirador
y hasta es posible que nos haya sus-traído
una pareja, para inmortalizarla en una de sus magistrales
viñetas de la pampa gaucha.
Sentadas bajo la palmera del patio, un coro de matronas
ancestrales observaba con rostros enigmáticos
los desplazamientos de nuestra sociedad adolescente.
Por ahí se deslizaban ciertos comentarios acerca
de la "vía libre que tiene esta juventud
de ahora", los que tropezaban invariablemente
con la sonrisa de tu madre, un ángel inteligente
e inolvidable.
Nunca proyectamos un camino, posiblemente demasiado
ocupados en un día a día tan intensamente
pleno de experiencias y revelaciones. Sentíamos
la atracción de un horizonte que se desplazaba
delante de nuestros pasos, al que no necesitábamos
alcanzar porque siempre nos estaría esperando.
No era soberbia ni egoísmo. Simplemente vivíamos,
sin saberlo, el estado especial de la inocencia que
solo puede darse en un tiempo y en un espacio de llanura,
entre calles rectas con destino de infinito.
Solía preguntarle a tu imagen, si era posible
encerrar un caudal tan enorme de humanidad en la brevedad
de tu cuerpo, tan frágil, tan vulnerable desde
la enfermedad. Nunca quisiste que habláramos
sobre tu salud endeble. Tu independencia rechazaba
el tema, envolviéndolo en una broma de humor
negro para eludir las preguntas. Pero no pudimos soslayar
una íntima nueva tristeza, la que estrenamos
juntos en la plataforma de la estación, a la
hora de partir hacia un nuevo escenario en el cultivo
de mi acervo cultural.
Sentí entonces y lo siento ahora, haber vivido
bajo la luz de un breve cielo. Dicen que son estados
únicos porque implican confluencias de factores
invisibles en un momento común a dos vidas.
Después, la perspectiva del tiempo los cuantifica
en su magnitud esencial, para su proyección
en el alma. La misma perspectiva suele ocuparse de
los caminos sin regreso. Dicen que eso es el destino.
Las distancias habían comenzado a ocupar espacios
entre nosotros. Los factores invisibles no se conjugaban
con los kilómetros ni con las materialidades
de los días. Las calles ya no eran de arena
y los cubos elevados proponían demasiadas sombras
a los espacios de sol.
En la soledad pesaba mucho la lejanía, después
de las noticias; que no eran buenas y solo proponían
disyuntivas de ubicación física. Duele
aceptar que las presencias y las ausencias carecen
de sentido, cuando un largo silencio viene a ocupar
todos los espacios.
Alguien me dijo que al fin del verano, las golondrinas
volaron al norte demasiado pronto y que las nubes
ya venían muy grises en marzo, como si fuera
invierno.
También me han contado que el Darling decidió
partir un poco antes. Son cosas normales en un buen
tipo. Era natural que se adelantara para esperarte,
como cuando bajabas del ómnibus viniendo del
colegio, en la esquina de tu casa.
Me hace bien pensar que están juntos.-