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Toay- Junio -2007

Con sabor a nostalgia Por: "Buby" García Córdoba


Alguno de los juegos con los que nos entreteníamos era el de los "cow boys" o pistoleros. Las armas de juguete que utilizábamos podían ser compradas, o bien las imaginábamos con algún palo que nos proveíamos. Nuestra imaginación nos llevaba a luchar contra innumerables delincuentes, y el ruido de los disparos -siempre en grandes cantidades- lo realizábamos con nuestras gargantas mediante unos sonidos que pretendían ser onomatopéyicos.
Trepábamos a los árboles, nos arrastrábamos entre el yuyal y en oportunidades, por entre las ramas de los aromos, nos descolgábamos sobre los techos de la casa de mis abuelos.
Jugando con coches y camiones, construíamos caminos por donde los hacíamos circular empujándolos con nuestras manos a medida que nos arrastrábamos por la tierra. Por esa razón, nuestras piernas lucían percudidas y nuestros mamelucos, rotos o gastados a la altura de las rodillas.
Aquellos caminos estaban trazados entre almácigos y frutales, bordeando los cercos de tunas y cañas. Como consecuencia de la proliferación de esos frutales, abundaba una variedad de pájaro llamado "siete colores". Últimamente veo escasos ejemplares por el pueblo.
Jorge Ludueña -que durante varios años a poco de casarse vivió en una dependencia en la casa de mis abuelos-, era muy aficionado a los pájaros. Tenía todo tipo de jaulas, donde podían encontrarse cardenales, canarios, cotorras, siete colores, mistos, jilgueros y hasta algún tordo. Tenía sus propias tramperas, que solía colocar en las plantas de la quinta. Era muy paciente; y como en ciertas oportunidades la cantidad de siete colores resultaba sobreabundante, cuando se entrampaba otro abría la jaula para que el pájaro retornara a la libertad. Idéntica actitud adoptaba con las calandrias; es sabido que este pájaro muere en cautiverio, así que jamás encerraba alguno. Jorge siempre fue muy habilidoso: las jaulas y tramperas las construía él mismo y luego de terminadas, las pintaba con verdadero gusto y de diferentes colores. Jorge además, tenía la rara habilidad -o capacidad- para imitar el canto de algunas aves; y muchas veces, él era el "llamador…"
Un sector del terreno de la casa de mis abuelos, que estaba dividido por alambrados, era destinado normalmente a la siembra de maíz. El encargado de arar y sembrar generalmente era don Pedro Gándara, que vivía a menos de dos cuadras. Don Pedro poseía aquellos viejos arados de una sola reja, tirado por una yunta de caballos. Mezclados con los granos de maíz, se sembraban semillas de zapallos, zapallitos de tronco, san-días y melones. Cuando llegaba su tiempo, procedíamos a seleccionar la cose-cha de los mejores choclos; con ellos, el puchero y la sopa tenían mejor sabor… y como siempre tuvimos buen estómago, nos hacíamos un gran banquete.
Al llegar la primavera, todo el pueblo se aromaba del perfume de las más varia-das flores; comenzando por las calles, con sus acacias y paraísos. En los días soleados y templados, se abrían las ventanas y todos esos aromas mezclados invadían los interiores. Era frecuente, por otra parte, que los ramilletes violáceos de los paraísos o los blancos de las acacias, fueran colocados en floreros.
Por esos años, era costumbre tener flores en todos los lugares de las viviendas, tal vez porque no existían los desodorantes de ambientes…, o simplemente porque existía un mayor lirismo hasta en la vida cotidiana. Además, tanto el paraíso como la acacia, se encolumnaban en todas las veredas del pueblo. Hoy casi no existen…
Algo similar ocurría con las flores de los frutales; inclusive, se acostumbraba enviar ramos como obsequio a las familias amigas, que a su vez, retribuían con otras especies. Este intercambio incluía di-versas variedades: desde damascos, durazneros, ciruelos y almendros, hasta lilas, azucenas, claveles, retamas, pensamientos, calas, gladiolos y muchas más.-































 

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