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Toay- Julio -2007

Fortunato`s Shopping Mall Primera parte - por Rodrigo Fernández

 

La escena de don Fortunato Rodríguez desayunando al aire libre, bien podría figurar en el catálogo filmográfico del neorrealismo italiano. En efecto, la desmesura natural de su personalidad lo hubiera ubicado sin dificultades entre los personajes que protagonizaban las comilonas y otros desbordes en los guiones fellinescos. Pero nuestro hombre no era ni italiano ni de ficción, sino el feliz propietario de un emporio comercial que abarcaba los rubros de almacén, restaurante, pulpería, hospedaje, sala de juegos, canchas de bochas, quincho con asador y finalmente, stud para alojamiento y cuidado de caballos de carrera.
Don Fortunato, el Gordo Fortunato para los amigos, era un hombre de físico imponente y un carácter campechano y extrovertido. El estruendo de sus risotadas era un sello personal en el trato diario, no solo con la clientela del negocio sino con cualquiera que se acoplara al tenor humorístico de sus expresiones.
En las antípodas de tal exhuberancia, su esposa era una persona silenciosa y tímida, casi frágil, siempre pulcramente vestida y maquillada, trabajando al lado de su esposo en el manejo de algunos sectores del negocio.
Desde hora temprana, solían verse cabalgaduras atadas al palenque de la vereda, cuyos jinetes eran paisanos que pasaban por la pulpería para iniciar la jornada con una ginebra. Puertas adentro, el patrón comenzaba el día con un desayuno memorable, servido bajo el parral si el clima era propicio. En una especie de ritual en solitario, colocaba un sillón de mimbre ante una mesa, con el mantel impecable cubierto de vituallas. Abría las acciones con un tazón de café con leche acompañado por rebanadas gruesas de pan casero con manteca, queso fresco, salame, jamón crudo y algún otro fiambre tipo matambre arrollado o queso de pata. Como segundo tiempo y a modo de suplemento dietario, solía agregar un trozo de costillar frío, remanente del asado de la noche anterior, más un par de huevos fritos y un vaso de vino tinto. Para equilibrar lo caliente con lo frío y facilitar la digestión -según decía-, al menú era necesario "asentarlo" con una caña doble y por cierto nada de postre, por el asunto de la diabetes, de acuerdo a lo prescripto por el Dr. Muñoz.
Don Fortunato vestía usualmente bombachas batarasas con una faja negra a la cintura, camiseta blanca tipo malla, pañuelo al cuello y alpargatas. El atuendo era característico e invariable durante todo el año. En aquellos transpirados mediodías de enero, causaba cierto escozor verlo servir las mesas del restaurante con semejante vestimenta, pero la clientela mantenía su adhesión a la cocina casera del lugar, sin entrar en molestas consideraciones.
Con el auxilio de un ayudante, aten-día las demandas del almacén y de la pulpería. Todas las mañanas barría la vereda y luego de pasar el escobillón por las canchas de bochas asumía su rol de entrenador hípico, para preparar cuidadosamente las raciones para los pupilos del stud. Era común verlo aplicar sus esfuerzos físicos a la carga o descarga de cereales, leña o fardos de pasto en el corralón. Su encomiable actitud de hombre de trabajo le había proporcionado un cierto bienestar económico, a pesar de su escasa instrucción y de las dificultades que supone el haber iniciado una trayectoria comercial con muy limitados recursos.
Después de la infaltable y rigurosa siesta, el complejo comercial tomaba un ritmo más dinámico, con la presencia de los jugadores de naipes en el comedor reciclado como sala de juego, y los bochófilos ocupantes de las canchas del patio trasero. Eran horas de alegría y mucha cerveza, entre los envidos vociferados por un lado y los bochazos por el otro. Las partidas se tornaban interminables, extendidas entre los desafíos por la vuelta de bebidas o por los asados "ensillados", para atender situaciones más comprometidas. Los domingos por la tarde se tiraba la taba, un juego para apostar dinero a las manos de un jugador experto en "clavar el hueso" del lado de la suerte o del otro lado, "cuando la pinta no es suerte". Por lo general, las apuestas no significaban grandes sumas y su manejo se disimulaba con claves o señales, conocidas por todo el mundo, incluso por los policías comprensivos que solían andar por allí.
Por la noche y sin interrumpir las actividades lúdicas, en el quincho se preparaban corderos al asador, costillares de vaca y demás especialidades de la casa. La concurrencia era numerosa y las tenidas gastronómicas solían terminar al alba. Por ahí se escuchaba una victrola tratando de traducir una ranchera desde un disco de pasta de 78 rpm y se formaban las parejas, para improvisar un típico baile de campo.
El espectáculo era singular y divertido, por caso, para observar la candorosa actitud de "un criollo de los de a caballo" siguiendo con dificultad los pasos de una joven abundante en colorete y sonrojo en las mejillas.
El lugar nunca se apartó del clima armonioso regido por el propietario y la tranquilidad de su centro comercial "para la familia" fue su marca registrada.-












































 

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