La escena de don Fortunato Rodríguez
desayunando al aire libre, bien podría figurar
en el catálogo filmográfico del neorrealismo
italiano. En efecto, la desmesura natural de su personalidad
lo hubiera ubicado sin dificultades entre los personajes
que protagonizaban las comilonas y otros desbordes
en los guiones fellinescos. Pero nuestro hombre no
era ni italiano ni de ficción, sino el feliz
propietario de un emporio comercial que abarcaba los
rubros de almacén, restaurante, pulpería,
hospedaje, sala de juegos, canchas de bochas, quincho
con asador y finalmente, stud para alojamiento y cuidado
de caballos de carrera.
Don Fortunato, el Gordo Fortunato para los amigos,
era un hombre de físico imponente y un carácter
campechano y extrovertido. El estruendo de sus risotadas
era un sello personal en el trato diario, no solo
con la clientela del negocio sino con cualquiera que
se acoplara al tenor humorístico de sus expresiones.
En las antípodas de tal exhuberancia, su esposa
era una persona silenciosa y tímida, casi frágil,
siempre pulcramente vestida y maquillada, trabajando
al lado de su esposo en el manejo de algunos sectores
del negocio.
Desde hora temprana, solían verse cabalgaduras
atadas al palenque de la vereda, cuyos jinetes eran
paisanos que pasaban por la pulpería para iniciar
la jornada con una ginebra. Puertas adentro, el patrón
comenzaba el día con un desayuno memorable,
servido bajo el parral si el clima era propicio. En
una especie de ritual en solitario, colocaba un sillón
de mimbre ante una mesa, con el mantel impecable cubierto
de vituallas. Abría las acciones con un tazón
de café con leche acompañado por rebanadas
gruesas de pan casero con manteca, queso fresco, salame,
jamón crudo y algún otro fiambre tipo
matambre arrollado o queso de pata. Como segundo tiempo
y a modo de suplemento dietario, solía agregar
un trozo de costillar frío, remanente del asado
de la noche anterior, más un par de huevos
fritos y un vaso de vino tinto. Para equilibrar lo
caliente con lo frío y facilitar la digestión
-según decía-, al menú era necesario
"asentarlo" con una caña doble y
por cierto nada de postre, por el asunto de la diabetes,
de acuerdo a lo prescripto por el Dr. Muñoz.
Don Fortunato vestía usualmente bombachas batarasas
con una faja negra a la cintura, camiseta blanca tipo
malla, pañuelo al cuello y alpargatas. El atuendo
era característico e invariable durante todo
el año. En aquellos transpirados mediodías
de enero, causaba cierto escozor verlo servir las
mesas del restaurante con semejante vestimenta, pero
la clientela mantenía su adhesión a
la cocina casera del lugar, sin entrar en molestas
consideraciones.
Con el auxilio de un ayudante, aten-día las
demandas del almacén y de la pulpería.
Todas las mañanas barría la vereda y
luego de pasar el escobillón por las canchas
de bochas asumía su rol de entrenador hípico,
para preparar cuidadosamente las raciones para los
pupilos del stud. Era común verlo aplicar sus
esfuerzos físicos a la carga o descarga de
cereales, leña o fardos de pasto en el corralón.
Su encomiable actitud de hombre de trabajo le había
proporcionado un cierto bienestar económico,
a pesar de su escasa instrucción y de las dificultades
que supone el haber iniciado una trayectoria comercial
con muy limitados recursos.
Después de la infaltable y rigurosa siesta,
el complejo comercial tomaba un ritmo más dinámico,
con la presencia de los jugadores de naipes en el
comedor reciclado como sala de juego, y los bochófilos
ocupantes de las canchas del patio trasero. Eran horas
de alegría y mucha cerveza, entre los envidos
vociferados por un lado y los bochazos por el otro.
Las partidas se tornaban interminables, extendidas
entre los desafíos por la vuelta de bebidas
o por los asados "ensillados", para atender
situaciones más comprometidas. Los domingos
por la tarde se tiraba la taba, un juego para apostar
dinero a las manos de un jugador experto en "clavar
el hueso" del lado de la suerte o del otro lado,
"cuando la pinta no es suerte". Por lo general,
las apuestas no significaban grandes sumas y su manejo
se disimulaba con claves o señales, conocidas
por todo el mundo, incluso por los policías
comprensivos que solían andar por allí.
Por la noche y sin interrumpir las actividades lúdicas,
en el quincho se preparaban corderos al asador, costillares
de vaca y demás especialidades de la casa.
La concurrencia era numerosa y las tenidas gastronómicas
solían terminar al alba. Por ahí se
escuchaba una victrola tratando de traducir una ranchera
desde un disco de pasta de 78 rpm y se formaban las
parejas, para improvisar un típico baile de
campo.
El espectáculo era singular y divertido, por
caso, para observar la candorosa actitud de "un
criollo de los de a caballo" siguiendo con dificultad
los pasos de una joven abundante en colorete y sonrojo
en las mejillas.
El lugar nunca se apartó del clima armonioso
regido por el propietario y la tranquilidad de su
centro comercial "para la familia" fue su
marca registrada.-