La ciencia tiene establecidos los
parámetros para definir los estados de salud
mental de los humanos, pero la sabiduría popular,
tal como lo hace en otros aspectos de la vida, tiene
sus propios senderos. Así aparecen los locos
y los cuerdos, a cuya clasificación es conveniente
anteponer el calificativo de presuntos, ya que las
fronteras entre ambos suele ser materia de controversias.
En algunas latitudes los presuntos locos ocupan un
territorio, delimitado siempre por los presuntos cuerdos
que manejan la cosa, pero en aquel país de
médanos y eucaliptos andábamos todos
mezclados transitando las mismas veredas y la conjunción
tenía su particular encanto.
Aquellos a quienes llamábamos locos, con el
término aplicado desde el más sincero
de los afectos, solían recorrer el pueblo aplicando
matices de fantasía al horizonte monótono
de las calles. Algunos de ellos han sido arquetípicos
de una época y si no hubieran existido, hubiera
sido necesario dibujarlos sobre el paisaje para completar
el cuadro pintoresco de las evocaciones.
ABEL
Es imposible transitar por la memoria sin encontrar
a la vuelta de una esquina, envuelta en un pentagrama
de notas estridentes, la estrafalaria figura del Loco
Abel.
Abel era un personaje portador de un cierto aire de
aristócrata, acaso un noble europeo en el exilio,
con la mirada perdida en una lejanía muy distante
del entorno pueblerino. Alto y delgado, correctamente
vestido en color blanco tiza desde el sombrero hasta
las alpargatas, aunque el atuendo discrepara en algún
talle con su cuerpo longilíneo. Incluía
una camisa blanca ligeramente arrugada, corbata roja
haciendo juego con el pañuelo que asomaba en
el bolsillo superior del saco y medias también
rojas, que salvaban con esfuerzo la distancia entre
las botamangas y el calzado. En ocasiones solía
prender algunas medallas sobre su pecho, producto
de un desborde decorativo sobre la vestimenta del
artista.
Sobre toda consideración, Abel era un consumado
intérprete musical y su instrumento artístico
era una armónica que siempre llevaba en un
bolsillo, cuidadosamente envuelta en un pañuelo.
Ante el requerimiento de los transeúntes, cualquier
lugar era propicio para que nuestro hombre se prodigara
en los arpegios de una ranchera o un tango de los
clásicos de la época o despachara una
versión improvisada de un desconcertante rock
pampa onda 1940, de su repertorio, que finalizaba
únicamente por agotamiento del artista o por
la deserción de los espectadores saturados
de corcheas.
Podríamos considerar que aquellas increíbles
actuaciones unipersonales frente a un auditorio con
esquemas rígidamente estructurados -no sólo
en lo musical, por cierto- tenían como protagonista
a un adelantado en el tiempo, un precursor auténtico.
La posguerra, años después, traería
los aires de una revolución musical de la mano
de miles de músicos pelilargos que practicaban
el "arte dislocado" de Abel, arrastrando
multitudes a la alegría del rock y sus derivados
por todos los rincones del planeta.
Lamentablemente no es sustentable la teoría
del artista precursor por falta de pruebas materiales,
ya que las melodías esquineras de aquel músico
presunta-mente loco nacían y morían
en el mismo acto, perdidas para siempre entre las
nubes de tierra que levantaban aquellos ventarrones
"made in pampa" que se volaban todo, desde
los cardos rusos hasta las notas musicales de avanzada.
JORGE
En aquellos años de la historia, Jorge aún
conservaba los rasgos de la adolescencia en su rostro
rubio y aniñado a pesar de ser ya un individuo
adulto y corpulento. El pobre muchacho vivía,
más bien malvivía, en una propiedad
que ocupaba casi media manzana de terreno lindando
con los fondos de mi casa. El lugar habitable era
pobre y ruinoso, edificado en un rincón del
predio junto a unos corrales de palo a pique y un
pozo de balde. El resto era tierra desgastada por
la erosión, envuelta en una nube de polvo durante
los días de viento. La tristeza del lugar se
acentuaba con la presencia lastimera de unas pocas
chivas, algunas ovejas y un par de burros macilentos,
todos al acecho de la menor brizna de pasto que se
insinuara sobre el suelo.
Jorge salía diariamente con sus animales en
busca de pasturas por los alrededores del pueblo.
Pobremente vestido invierno y verano, su discapacidad
determinaba un andar errático como si cada
uno de sus miembros siguiera un impulso propio, lo
que hacía más doloroso el cuadro de
su desventura. A la caída de la tarde regresaba
detrás de su majada, cuya rebelión ante
el encierro nocturno solía traducirse en unas
empacaduras antológicas que solían protagonizar
los burros.
La imagen en sepia de aquel espectáculo de
pobreza conlleva una tristeza infinita. Sin embargo,
si me fuera concedida la gracia de traducir a la ternura
humana, pintaría a Jorge con un cabrito recién
nacido en sus brazos detrás de su escuálida
majada, con el fondo de un crepúsculo pampeano.
Lo imposible de traducir sería el tibio soplo
de luz que envolvía a aquel sufrido rostro
aniñado viviendo la felicidad, tal vez la única,
de su desolada existencia terrenal.
CARAVAJAL
La figura de Caravajal, el Burro Caravajal en el argot
local, solía causar algún temor en los
desconocidos por su aspecto simiesco y su mirada silenciosa
perdida en el suelo. Personaje de abono cotidiano
en la "city" comercial del pueblo en busca
de alguna changa, caminante solitario enfundado en
un ropaje oscuro de talle desmedido para su físico
esmirriado, con la barba negra y desaliñada,
no era prima facie una presencia atrayente.
Era necesario ahondar en una relación con él
para descubrir un tipo receloso e introvertido, cuya
natural timidez era un vallado difícil de superar.
Alguna vez, cigarrillo mediante, llegamos a asumir
nuestras propias incomunicaciones y establecimos un
estado de respeto mutuo que me aseguraba un "salú
mocito" en cada encuentro de vereda, siempre
ocasional y de pasada.
Solía andar con señales de algún
festejo con botellas generosas pero nun-ca lo encontré
en situaciones límites. El mentidero popular
aseguraba que a raíz de estos deslices, solía
pernoctar en los monoambientes de la policía
local.
Una tarde de verano compartimos un banco de la plaza
por un rato. La oca-sión quedó en relieve
porque fue la única vez que dialogamos sin
apuros circunstanciales. Con su lenguaje entrecortado
y apenas comprensible, pasó revista a sus tribulaciones:
las desavenencias con sus compañeros de ruta
-Manolón, el tuerto Videla, algún otro-,
lo mal o bien que lo trataban los patrones
para quienes changueaba, la Sra. de Rodríguez,
que le había prometido un saco de su difunto,
un elogio para su amigo Abel, el que tocaba la armónica...
Luego del monólogo quedó flotando un
silencio muy largo quebrado finalmente por una pregunta
insólita, disparada a boca de jarro: ¿Vos
sos feliz?...
Semejante pregunta me descolocó y me quedé
sin respuesta. Por un rato, sus pequeños ojos
de simio brillaron entre la maraña de pelos
desprolijos, clavados en mi azoramiento. Lentamente
se puso de pié, alzó su bolso, me pidió
un cigarrillo y se alejó arrastrando los pasos
sin volver la mirada.
Sentí su abandono, sentado en el banco de la
plaza bajo los paraísos, tratando de hilvanar
una respuesta. Aún no lo he conseguido.
En una galería de irrealidades, Caravajal ocuparía
el espacio reservado a los enigmas. No cabe duda de
que fue un paseante del mundo de los interrogantes,
observador silencioso de los pasos de una sociedad
que no lo contenía. Por otra parte, nuestras
propias superficialidades no nos permitieron conocer
su interior espiritual y nos detuvimos en la figura
andrajosa que buscaba una changa para atender la miseria
de su existencia. A pesar de las falencias humanas,
alguna esquina con memoria habrá guardado la
nostalgia de aquel espíritu singular que arrastraba
sus pasos por las veredas arenosas.-