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Toay- Diciembre -2007

COSAS DE LOCOS Por Rodrigo Fernández


La ciencia tiene establecidos los parámetros para definir los estados de salud mental de los humanos, pero la sabiduría popular, tal como lo hace en otros aspectos de la vida, tiene sus propios senderos. Así aparecen los locos y los cuerdos, a cuya clasificación es conveniente anteponer el calificativo de presuntos, ya que las fronteras entre ambos suele ser materia de controversias. En algunas latitudes los presuntos locos ocupan un territorio, delimitado siempre por los presuntos cuerdos que manejan la cosa, pero en aquel país de médanos y eucaliptos andábamos todos mezclados transitando las mismas veredas y la conjunción tenía su particular encanto.
Aquellos a quienes llamábamos locos, con el término aplicado desde el más sincero de los afectos, solían recorrer el pueblo aplicando matices de fantasía al horizonte monótono de las calles. Algunos de ellos han sido arquetípicos de una época y si no hubieran existido, hubiera sido necesario dibujarlos sobre el paisaje para completar el cuadro pintoresco de las evocaciones.


ABEL
Es imposible transitar por la memoria sin encontrar a la vuelta de una esquina, envuelta en un pentagrama de notas estridentes, la estrafalaria figura del Loco Abel.
Abel era un personaje portador de un cierto aire de aristócrata, acaso un noble europeo en el exilio, con la mirada perdida en una lejanía muy distante del entorno pueblerino. Alto y delgado, correctamente vestido en color blanco tiza desde el sombrero hasta las alpargatas, aunque el atuendo discrepara en algún talle con su cuerpo longilíneo. Incluía una camisa blanca ligeramente arrugada, corbata roja haciendo juego con el pañuelo que asomaba en el bolsillo superior del saco y medias también rojas, que salvaban con esfuerzo la distancia entre las botamangas y el calzado. En ocasiones solía prender algunas medallas sobre su pecho, producto de un desborde decorativo sobre la vestimenta del artista.
Sobre toda consideración, Abel era un consumado intérprete musical y su instrumento artístico era una armónica que siempre llevaba en un bolsillo, cuidadosamente envuelta en un pañuelo. Ante el requerimiento de los transeúntes, cualquier lugar era propicio para que nuestro hombre se prodigara en los arpegios de una ranchera o un tango de los clásicos de la época o despachara una versión improvisada de un desconcertante rock pampa onda 1940, de su repertorio, que finalizaba únicamente por agotamiento del artista o por la deserción de los espectadores saturados de corcheas.
Podríamos considerar que aquellas increíbles actuaciones unipersonales frente a un auditorio con esquemas rígidamente estructurados -no sólo en lo musical, por cierto- tenían como protagonista a un adelantado en el tiempo, un precursor auténtico. La posguerra, años después, traería los aires de una revolución musical de la mano de miles de músicos pelilargos que practicaban el "arte dislocado" de Abel, arrastrando multitudes a la alegría del rock y sus derivados por todos los rincones del planeta.
Lamentablemente no es sustentable la teoría del artista precursor por falta de pruebas materiales, ya que las melodías esquineras de aquel músico presunta-mente loco nacían y morían en el mismo acto, perdidas para siempre entre las nubes de tierra que levantaban aquellos ventarrones "made in pampa" que se volaban todo, desde los cardos rusos hasta las notas musicales de avanzada.

JORGE
En aquellos años de la historia, Jorge aún conservaba los rasgos de la adolescencia en su rostro rubio y aniñado a pesar de ser ya un individuo adulto y corpulento. El pobre muchacho vivía, más bien malvivía, en una propiedad que ocupaba casi media manzana de terreno lindando con los fondos de mi casa. El lugar habitable era pobre y ruinoso, edificado en un rincón del predio junto a unos corrales de palo a pique y un pozo de balde. El resto era tierra desgastada por la erosión, envuelta en una nube de polvo durante los días de viento. La tristeza del lugar se acentuaba con la presencia lastimera de unas pocas chivas, algunas ovejas y un par de burros macilentos, todos al acecho de la menor brizna de pasto que se insinuara sobre el suelo.
Jorge salía diariamente con sus animales en busca de pasturas por los alrededores del pueblo. Pobremente vestido invierno y verano, su discapacidad determinaba un andar errático como si cada uno de sus miembros siguiera un impulso propio, lo que hacía más doloroso el cuadro de su desventura. A la caída de la tarde regresaba detrás de su majada, cuya rebelión ante el encierro nocturno solía traducirse en unas empacaduras antológicas que solían protagonizar los burros.
La imagen en sepia de aquel espectáculo de pobreza conlleva una tristeza infinita. Sin embargo, si me fuera concedida la gracia de traducir a la ternura humana, pintaría a Jorge con un cabrito recién nacido en sus brazos detrás de su escuálida majada, con el fondo de un crepúsculo pampeano. Lo imposible de traducir sería el tibio soplo de luz que envolvía a aquel sufrido rostro aniñado viviendo la felicidad, tal vez la única, de su desolada existencia terrenal.

CARAVAJAL
La figura de Caravajal, el Burro Caravajal en el argot local, solía causar algún temor en los desconocidos por su aspecto simiesco y su mirada silenciosa perdida en el suelo. Personaje de abono cotidiano en la "city" comercial del pueblo en busca de alguna changa, caminante solitario enfundado en un ropaje oscuro de talle desmedido para su físico esmirriado, con la barba negra y desaliñada, no era prima facie una presencia atrayente.
Era necesario ahondar en una relación con él para descubrir un tipo receloso e introvertido, cuya natural timidez era un vallado difícil de superar. Alguna vez, cigarrillo mediante, llegamos a asumir nuestras propias incomunicaciones y establecimos un estado de respeto mutuo que me aseguraba un "salú mocito" en cada encuentro de vereda, siempre ocasional y de pasada.
Solía andar con señales de algún festejo con botellas generosas pero nun-ca lo encontré en situaciones límites. El mentidero popular aseguraba que a raíz de estos deslices, solía pernoctar en los monoambientes de la policía local.
Una tarde de verano compartimos un banco de la plaza por un rato. La oca-sión quedó en relieve porque fue la única vez que dialogamos sin apuros circunstanciales. Con su lenguaje entrecortado y apenas comprensible, pasó revista a sus tribulaciones: las desavenencias con sus compañeros de ruta -Manolón, el tuerto Videla, algún otro-, lo mal o bien que lo trataban los patrones
para quienes changueaba, la Sra. de Rodríguez, que le había prometido un saco de su difunto, un elogio para su amigo Abel, el que tocaba la armónica... Luego del monólogo quedó flotando un silencio muy largo quebrado finalmente por una pregunta insólita, disparada a boca de jarro: ¿Vos sos feliz?...
Semejante pregunta me descolocó y me quedé sin respuesta. Por un rato, sus pequeños ojos de simio brillaron entre la maraña de pelos desprolijos, clavados en mi azoramiento. Lentamente se puso de pié, alzó su bolso, me pidió un cigarrillo y se alejó arrastrando los pasos sin volver la mirada.
Sentí su abandono, sentado en el banco de la plaza bajo los paraísos, tratando de hilvanar una respuesta. Aún no lo he conseguido.
En una galería de irrealidades, Caravajal ocuparía el espacio reservado a los enigmas. No cabe duda de que fue un paseante del mundo de los interrogantes, observador silencioso de los pasos de una sociedad que no lo contenía. Por otra parte, nuestras propias superficialidades no nos permitieron conocer su interior espiritual y nos detuvimos en la figura andrajosa que buscaba una changa para atender la miseria de su existencia. A pesar de las falencias humanas, alguna esquina con memoria habrá guardado la nostalgia de aquel espíritu singular que arrastraba sus pasos por las veredas arenosas.-













 

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