La mujer llegó por el pasillo
y se dejó caer en el único asiento que
quedaba libre en el vagón, justo enfrente de
mí. Lo primero que hizo fue estirarse la pollera
hasta taparse las rodillas. Después soltó
un gran suspiro y se agachó para sacar un abanico
del bolso que había dejado en el piso, entre
sus piernas.
En ese momento arrancó el tren y la mujer me
dijo: -"¡Qué calor!, ¿no?".
"La verdad que sí", contesté
por cortesía y, como no tenía ganas
de hablar, enseguida desvié la mirada hacia
la ventanilla. Vi que pasaba otro tren en sentido
contrario, bufando y pitando, lleno de gente que se
apretujaba cerca de las puertas para poder salir tres
pasos antes que los otros al andén, como si
de eso dependieran sus vidas. Esa imagen me produjo
algo de vértigo y volví la vista al
frente. "Salió un poco atrasado, ya son
y veintisiete", dijo la mujer refiriéndose
a nuestro tren y esta vez, sin contestarle, miré
hacia el pasillo, un gesto por demás inconveniente
que dejó mis ojos a veinte centímetros
de una bragueta de pan-talón masculino e hizo
que mi cabeza volviera como impulsada por un resorte
a la posición anterior. "A esta hora se
viaja tan mal…", comentó la señora.
Dos o tres fracciones de segundo después de
lo socialmente permitido, como para que se diera cuenta
de que no pensaba darle charla, contesté: "muy
mal", y sospechando que su decisión de
hablar con alguien durante ese viaje era inquebrantable,
empecé a revolver mi mochila buscando un libro,
una factura de teléfono, un par de anteojos
de sol o cualquier otra cosa que me sirviera para
esconderme tras un manto de silencio.
Como no encontré nada, me propuse mirar a los
demás pasajeros: en el pasillo, al lado del
dueño de la bragueta una parejita se besaba
con gran despliegue de caricias, risitas y gemidos
como si fueran los únicos seres vivos en el
tren. La mujer dijo: "¡qué cosa,
ya no hay respeto por nadie!, ¿no se dan cuenta
que hay niños mirando?". "No creo"
le dije, y resignándome a mantener la vista
al frente, me preparé para lo peor.
"Que en mis tiempos tal cosa, que nuestros padres
tal otra, que yo a mis hijas cualquier día
las iba a dejar vestirse de esa forma, de ninguna
manera, son todas chicas de su casa, hoy día
bien casadas, gracias a Dios…" y siguió
con el único hijo varón, que había
estudiado y se había pagado toda la carrera
trabajando de cadete, "porque ya no es como antes,
hoy sin estudios no llegás a ningún
lado…" y que las chicas también
tenían estudios y gracias a eso podían
ayudar a sus maridos, "en cambio yo no tuve la
suerte de poder estudiar, porque yo nací en
San Rafael, ¿sabés, querida?, mi papá
era sereno en una bodega y yo para tener mis cositas,
a los 14 años empecé a trabajar en una
finca con cama adentro, con una familia muy bien;
de ahí me fui cuando me puse de novia con el
que después fue mi marido, que en paz descanse…"
La que no iba a tener descanso era yo, que cada tanto
tenía que abrir la boca y soltar un ah! o un
¿no me diga?, hasta que ya no pude seguir el
curso de la historia familiar y me dediqué
a observarla como si la escuchara mientras trataba
de pensar en otra cosa.
La velocidad para hablar de la mujer era prodigiosa,
tenía una voz estridente sin medios tonos y
unos labios finitos y muy ágiles, capaces de
producir toda clase de movimientos curiosos. Se alejaban
de las encías y formaban un tubito que parecía
la boca de un túnel, (¿llegaría
a ver una lucecita viniendo desde el fondo?). A veces
se estiraban hacia los costados, acentuando las arrugas
de las mejillas. De repente se juntaban en un gesto
raro, como si la mujer tuviera que acumular palabras
antes de volver a abrirlos, preparándose para
ganarle una loca carrera a cualquier infortunio de
la vida que intentara ponerle un freno. La barbilla
acompañaba ese movimiento subiendo y bajando,
como un fuelle siempre listo para avivar el fuego
de la charla y más abajo, los pliegues verticales
de la papada parecían hundirse en el escote
con la intención de servir de vía alternativa
a las mismísimas cuerdas vocales. Yo pensé:
a esta mujer no le alcanza con una sola boca.
Mientras tanto los ojos le bailoteaban adentro de
las órbitas, a veces para mirar a alguien,
a veces para pescar recuerdos de su vida interminable.
Cuando iba por el quinto nieto ya me había
aburrido de mirarle la cara y seguí con el
resto del cuerpo. Me estaba dando sueño y me
recosté contra el respaldo, así que
ahora podía mirarla con los ojos entornados.
Bajo la luz difusa del vagón, ella seguía
abriendo y cerrando la boca y soltando palabras en
hileras que habían memorizado su turno para
salir y escapaban en andanadas como los pasajeros
al llegar al andén. Las menos afortunadas se
desbarrancaban por las comisuras y chorreaban por
la piel sudorosa de la mujer, otras se mezclaban con
el traqueteo del tren. Casi todas pasaban al olvido
como las estaciones que íbamos dejando atrás.
Ella abría y cerraba también el abanico
y lo cambiaba de mano continuamente, agitando tanto
los brazos que las arrugas a los costados de sus codos
gesticulaban como pequeñas boquitas: cada vez
que separaban los labios, una caravana de palabras
apuradas subía por un brazo, se metía
por la manga y, después de pasar por las cuerdas
vocales, trepaba resoplando por los pliegues de la
papada.-
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