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Toay- Diciembre -2007

Hablaba hasta por los codos por María Lidia Romero


La mujer llegó por el pasillo y se dejó caer en el único asiento que quedaba libre en el vagón, justo enfrente de mí. Lo primero que hizo fue estirarse la pollera hasta taparse las rodillas. Después soltó un gran suspiro y se agachó para sacar un abanico del bolso que había dejado en el piso, entre sus piernas.
En ese momento arrancó el tren y la mujer me dijo: -"¡Qué calor!, ¿no?". "La verdad que sí", contesté por cortesía y, como no tenía ganas de hablar, enseguida desvié la mirada hacia la ventanilla. Vi que pasaba otro tren en sentido contrario, bufando y pitando, lleno de gente que se apretujaba cerca de las puertas para poder salir tres pasos antes que los otros al andén, como si de eso dependieran sus vidas. Esa imagen me produjo algo de vértigo y volví la vista al frente. "Salió un poco atrasado, ya son y veintisiete", dijo la mujer refiriéndose a nuestro tren y esta vez, sin contestarle, miré hacia el pasillo, un gesto por demás inconveniente que dejó mis ojos a veinte centímetros de una bragueta de pan-talón masculino e hizo que mi cabeza volviera como impulsada por un resorte a la posición anterior. "A esta hora se viaja tan mal…", comentó la señora.
Dos o tres fracciones de segundo después de lo socialmente permitido, como para que se diera cuenta de que no pensaba darle charla, contesté: "muy mal", y sospechando que su decisión de hablar con alguien durante ese viaje era inquebrantable, empecé a revolver mi mochila buscando un libro, una factura de teléfono, un par de anteojos de sol o cualquier otra cosa que me sirviera para esconderme tras un manto de silencio.
Como no encontré nada, me propuse mirar a los demás pasajeros: en el pasillo, al lado del dueño de la bragueta una parejita se besaba con gran despliegue de caricias, risitas y gemidos como si fueran los únicos seres vivos en el tren. La mujer dijo: "¡qué cosa, ya no hay respeto por nadie!, ¿no se dan cuenta que hay niños mirando?". "No creo" le dije, y resignándome a mantener la vista al frente, me preparé para lo peor.
"Que en mis tiempos tal cosa, que nuestros padres tal otra, que yo a mis hijas cualquier día las iba a dejar vestirse de esa forma, de ninguna manera, son todas chicas de su casa, hoy día bien casadas, gracias a Dios…" y siguió con el único hijo varón, que había estudiado y se había pagado toda la carrera trabajando de cadete, "porque ya no es como antes, hoy sin estudios no llegás a ningún lado…" y que las chicas también tenían estudios y gracias a eso podían ayudar a sus maridos, "en cambio yo no tuve la suerte de poder estudiar, porque yo nací en San Rafael, ¿sabés, querida?, mi papá era sereno en una bodega y yo para tener mis cositas, a los 14 años empecé a trabajar en una finca con cama adentro, con una familia muy bien; de ahí me fui cuando me puse de novia con el que después fue mi marido, que en paz descanse…"
La que no iba a tener descanso era yo, que cada tanto tenía que abrir la boca y soltar un ah! o un ¿no me diga?, hasta que ya no pude seguir el curso de la historia familiar y me dediqué a observarla como si la escuchara mientras trataba de pensar en otra cosa.
La velocidad para hablar de la mujer era prodigiosa, tenía una voz estridente sin medios tonos y unos labios finitos y muy ágiles, capaces de producir toda clase de movimientos curiosos. Se alejaban de las encías y formaban un tubito que parecía la boca de un túnel, (¿llegaría a ver una lucecita viniendo desde el fondo?). A veces se estiraban hacia los costados, acentuando las arrugas de las mejillas. De repente se juntaban en un gesto raro, como si la mujer tuviera que acumular palabras antes de volver a abrirlos, preparándose para ganarle una loca carrera a cualquier infortunio de la vida que intentara ponerle un freno. La barbilla acompañaba ese movimiento subiendo y bajando, como un fuelle siempre listo para avivar el fuego de la charla y más abajo, los pliegues verticales de la papada parecían hundirse en el escote con la intención de servir de vía alternativa a las mismísimas cuerdas vocales. Yo pensé: a esta mujer no le alcanza con una sola boca.
Mientras tanto los ojos le bailoteaban adentro de las órbitas, a veces para mirar a alguien, a veces para pescar recuerdos de su vida interminable.
Cuando iba por el quinto nieto ya me había aburrido de mirarle la cara y seguí con el resto del cuerpo. Me estaba dando sueño y me recosté contra el respaldo, así que ahora podía mirarla con los ojos entornados. Bajo la luz difusa del vagón, ella seguía abriendo y cerrando la boca y soltando palabras en hileras que habían memorizado su turno para salir y escapaban en andanadas como los pasajeros al llegar al andén. Las menos afortunadas se desbarrancaban por las comisuras y chorreaban por la piel sudorosa de la mujer, otras se mezclaban con el traqueteo del tren. Casi todas pasaban al olvido como las estaciones que íbamos dejando atrás.
Ella abría y cerraba también el abanico y lo cambiaba de mano continuamente, agitando tanto los brazos que las arrugas a los costados de sus codos gesticulaban como pequeñas boquitas: cada vez que separaban los labios, una caravana de palabras apuradas subía por un brazo, se metía por la manga y, después de pasar por las cuerdas vocales, trepaba resoplando por los pliegues de la papada.-


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