La iglesia de Toay no contaba con
sacerdote estable, sino que la asistencia espiritual
de los creyentes y los oficios religiosos, corría
por cuenta del "cura" que viajaba desde
Santa Rosa. Hasta en esto, hemos tenido una suerte
de dependencia de la vecina ciudad.
Por esos años -fines de la década del
40 y principios de la del 50-, eran muy nombrados
los reverendos Parra y Ochoa, este último párroco
de Santa Rosa. El padre Parra era de gruesa contextura,
en tanto Ochoa se caracterizaba por ser de estatura
más bien baja. Hay algunas anécdotas
graciosas sobre ambos, y seguramente muchos recordarán
el excelente estómago del Padre Parra. Algunos
años después, el reverendo Otonello
fue quien dirigiera la feligresía toayense.
También se ocupaba de dar funciones de cine,
provisto de una máquina proyectora de 16 mm.
En ocasiones aparecían sacerdotes misioneros.
Permanecían un corto tiempo dando misas y charlas,
recorriendo los barrios, celebrando matrimonios de
la gente que no había consagrado su unión
con la iglesia, organizando procesiones, bautizando,
confesando y haciendo comulgar a los vecinos. En fin:
avivando o despertando la fe de muchos. Estimo que
-desde el punto de vista de la acción evangelizadora
de la Iglesia-, estas misiones brindaban, o mejor
dicho, alcanzaban un resultado positivo. Por otra
parte, la gente del pueblo tenía una buena
y natural predisposición hacia la presencia
y la palabra de estos sacerdotes, circunstancia que
facilitaba su tarea.
Además de las procesiones diurnas, solían
llevarse a cabo otras en horas de la noche. Se iniciaban
en la iglesia, y tras recorrer el perímetro
de la plaza, finalizaban en su interior. Los fieles
portaban velas encendidas, protegidas con un tipo
de papel transparente para evitar que el viento las
apagase. Durante su desarrollo, y en esto no han variado,
se entonaban cánticos y plegarias de acuerdo
a la intención que las motivara.
El festejo de algún cumpleaños
era un acontecimiento muy esperado. Es que no teníamos
otro tipo de reunión social para nuestra edad.
Los invitados -cuando se celebraba-, no eran muchos;
y en esto existía una suerte de reciprocidad
entre las familias, así por ejemplo, nos encontrábamos
con los Muñoz (Fuya, Carlos y Cachalo), hijos
del doctor Muñoz, que era el único médico
en el pueblo; con Chito Pedicino; con Elba y Eduardo
Giúdice; con Zully y el Negro Lorenzo; con
Pedrucho Tamborini y algunas de sus hermanas de nuestra
edad; Fiso y Kelo Arteaga; Chucho Losada y su hermana
Alicia; Yiyo Arroyat y tantos más que resultaría
interminable enumerar. A veces a nuestros cumple-años,
solían llegar tíos y primos de Santa
Rosa, y por supuesto, estaban siempre los Maidana.
La celebración consistía en chocolate,
alguna torta, caramelos y bollitos de panadería.
Luego seguía la diversión -cada cual
jugaba a aquello que prefiriera, formándose
en distintos grupos-, y a hora prudente -siempre antes
que anocheciera-, todo concluía. Se terminaba
el permiso y se producía el regreso a casa.
En algunas oportunidades mi padre
solía llevarnos en jeep cuando tenía
algo que hacer por su función policial. Caso
contrario, nos trepábamos al vehículo
cuando estaba estacionado. "Conducíamos"
entonces por toda clase de caminos, metiendo cambios
en locas aventuras que duraban hasta que éramos
descubiertos. En la noche, nos divertía encender
las luces. Como ya a la altura de la casa de los abuelos,
el alumbrado público no existía, ver
la calle iluminada por los faros del jeep constituía
un hecho inédito.
Durante unos tres años, mientras mi padre fue
comisario en Toay, vivimos en la comisa-ría.
Eran tiempos aún de la Policía de Territorios,
pues La Pampa todavía no había sido
provincializada. En el patio de la casa de familia
de la dependencia, había un ombú de
grueso tronco. No sé si es el único
ejemplar que ha existido en Toay. Aún está
en pie.
De este periodo -48 al 50- , poco recuerdo, pues yo
era demasiado chico. Retengo imágenes del patio,
de la distribución de las dependencias de la
casa, de la propia comisaría…, y de alguna
travesura. También de algunos miembros de la
dotación policial. Carando, Tioni, Wals, Romero,
Satragno, Giúdice, Escudero, "Quito"
Corbalán, Monlezún, D`Anzo y Juan Callaqueo
son algunos de los nombres que vienen a mi memoria.
La recorrida policial se efectuaba comúnmente
a caballo y a veces, también a pie. En las
noches silenciosas podía escucharse "el
rondín", un silbido emitido por un silbato
desde la comisaría y que el personal de guardia
realizaba a horas previamente acordadas. El personal
que se encontraba de recorrida debía contestar
con otro silbato similar. Era un silbido agudo y lastimero.
Si la respuesta no llegaba, significaba que "la
partida" andaba en problemas; y se movilizaban
los efectivos que se encontraban en el edificio, en
apoyo de sus compañeros. El rondín era
la versión antigua del walkie talkie (¿se
escribirá así?), pero algo más
romántico…, claro que ahora no podría
usarse.
Se producían homicidios en forma frecuente.
Las grandes hachadas o las peleas en los boliches,
eran los ámbitos de estos delitos, provocados
la mayor parte de las veces, por la ingerencia del
alcohol. Mi padre contaba que, muy mal herido, un
hombre estaba a punto de morir. Pidió, como
última voluntad, que fuera provisto de una
damajuana de vino. Tenía varias puñaladas
en el cuerpo. El médico, ante el inevitable
desenlace, autorizó que bebiera. A los pocos
tragos murió, pero en su ley; gustando ese
vino que tantas veces habría resultado su única
compañía.-