En aquel casi ingenuo marco de la
existencia, algo desvelaba las noches y complicaba
algunos días. El más mimado de los pensionistas
del stud era el Pajarito, nombre que señalaba
a un doradillo de carrera cuyo amo y esclavo a la
vez, era don Fortunato. El animal recibía tantos
morrales de alimento especial por día, como
cataratas de amor sobre su lomo. Por las mañanas,
después de haberlo cepillado con cuidado y
mimado como a un bebé, su vareador oficial,
el Petizo Galli, lo sacaba a caminar por el campo.
Estas salidas de entrenamiento eran cronometradas
rigurosamente, siguiendo un programa casi secreto,
todo un alarde científico consensuado entre
"compositores" de probada trayectoria en
el arte de las carreras cuadreras. Duran-te el verano,
el Pajarito gozaba de un box acondicionado con materiales
aislantes y en el invierno no faltaban las estufas
y las mantas de lana, amén de un obsesivo control
diurno y nocturno para verificar su bienestar.
Pero con tanto afecto sobre sus flancos, el Pajarito
nunca había ganado una carrera y era éste
el motivo de los desvelos entre sus allegados. Incluso
era la preocupación del barrio, acentuada en
esos lunes de sonrisas escasas, como cuando lo goleaban
al Sportivo Toay. Inevitablemente surgían las
conjeturas y los comentarios, nunca las "cargadas"
porque la libreta del almacén del Gordo no
se arriesgaba, pero todo el mundo sufría esperando
un éxito que tardaba demasiado en llegar.
En un cónclave de vereda, tres expertos en
asuntos varios - Escaraciola, don Zambruno y mi viejo
- analizaron a fondo el problema. En principio de-terminaron
que el Pajarito podría no tener el pedigree
adecuado a la función que le pretendían
asignar. Lo veían con más condiciones
para caballo de tiro que de silla, dicho esto con
una dosis elevada de maldad, bien es cierto. En segundo
lugar, cuestionaban por exagerada la cuota de alimento
diario del equino, lo que había determinado
que el Pajarito estuviera muy gordo para correr cuadreras.
La instancia de transmitir el dictamen al dueño
era empresa difícil. Considerando que al caballo
lo habían comprado en Buenos Aires pagando
una fortuna por su linaje certificado, no era prudente
cuestionar genealogías. En cuanto al estado
atlético, hubiera sido temerario sugerir la
aplicación de regímenes alimentarios
en un templo de la gastronomía exuberante,
como lo era el emporio del Gordo. Lo único
que hubieran conseguido era desatar una de aquellas
formidables carcajadas que perforaban las siestas,
junto a un rechazo total de los consejos sobre dietas,
en el mejor de los casos. O sea que las conclusiones
del encuentro, como tantos casos conocidos, pasaron
a engrosar el archivo de las misivas que nunca llegaron
al buzón de sugerencias.
Un buen día don Fortunato desplazó al
Petizo Galli de la conducción del Pajarito
en las cuadreras, aunque siguió en el equipo
como vareador. La monta fue ocupada por el Flaco Ferreira,
cuyo escasísimo peso corporal lo indicaba como
factor positivo para levantar las alicaídas
performances domingueras. La novedad circuló
por el barrio, movilizando las opiniones a favor o
en contra de la medida, aunque el impacto se sintió
con más intensidad entre los concurrentes a
las mesas de naipes.
- Si no tenés bolas, con ser flaco no-más
no sirve - cuestionaba por lo bajo un disgustado Petizo
Galli.
- Pshh... te la vas a tener que comer, Petizo, pshh
pshh - lo alentaba el Rengo Mendoza.
- Lo que tiene que hacer el Flaco cuando corra, es
ir tranqui los primeros cincuenta metros, para guardar
fuerza, ¿vio?... y después largarlo
con todo - acotaba el mecánico Lucero, entre
el segundo y el tercer trago.
- ¡Pará loco!... si lo frenás
cincuenta metros, te pasan por arriba, loco... ¡y
despué andá alcanzalo! - razonaba el
Tuerto Videla, con un trago menos.
- Las cosas nunca vienen como se presentan - dictaba
cátedra don Pedro - así que cada carrera
representa una experiencia distinta, y la estrategia...
- Vea don - interrumpía el Lungo Gaute - lo
mejor que ganen alguna vez, por-que ya no hay ma guita
pa poné... yo voy pa`trá con el Pajarito,
el Gordo, el Petizo y toda la milonga.
- Tendrían que ir a Bue-nos Aires, para verlo
correr a Leguisamo. ¡Te lo viene trayendo por
a-dentro como yilé, vea!
- describía con ademanes finitos el Cabo Gómez,
con una caña dulce en el vaso - y cincuenta
metros antes del disco, fishh... ¡y a cobrar!
La polémica podía eternizarse con todas
sus variantes, entre consejos técnicos, opiniones
y conjeturas varias, porque cada domingo dejaba materia
de sobra para toda la semana. Los reveses no parecían
afectar al entusiasmo de los seguidores, aunque por
ahí aparecieran algunas deserciones.
- ¡Pshh!... estos tipos están locos y
yo con locos no hablo, ¡pshh! - dijo un día
el rengo Mendoza y se cambió de pulpería,
para integrarse a los parroquia-nos de la de don Alcoba,
un par de cuadras más al sur, sobre la misma
vereda.
- Ya va a volver, dejalo nomás - fue el comentario
de don Fortunato cuando se enteró del abandono.
Así estaban las cosas cuando el camino me apartó
del pueblo con calles de arena y avenidas con eucaliptos.
Hoy sería maravilloso regresar al patio de
tierra apisonada, escuchar a los jugadores de cartas,
atender por un rato el tanteador de la cancha de bochas,
visitar a los gatos del galpón entre los fardos
de pasto, hacerle "un dentre" al costillar
en el asador o agregarle un balde de agua fresca al
bebedero del Pajarito.
Enancados en los avances de la tecnología y
la genética agropecuaria, podríamos
sentarnos a conversar con don Fortunato sobre la posibilidad
de adelgazar al parejero con una moderna dieta a base
de alimentos balanceados, a tono con la época.
En una de esas, al Petizo Galli y al Flaco Ferreira
los salvábamos de las controvertidas llegadas
tarde al disco y de paso, le cambiábamos la
cara triste a los lunes de la gente del barrio, que
bien se lo merecen.-