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Toay- Agosto -2007

Fortunato`s Shopping Mall Ultima parte - por Rodrigo Fernández

 

En aquel casi ingenuo marco de la existencia, algo desvelaba las noches y complicaba algunos días. El más mimado de los pensionistas del stud era el Pajarito, nombre que señalaba a un doradillo de carrera cuyo amo y esclavo a la vez, era don Fortunato. El animal recibía tantos morrales de alimento especial por día, como cataratas de amor sobre su lomo. Por las mañanas, después de haberlo cepillado con cuidado y mimado como a un bebé, su vareador oficial, el Petizo Galli, lo sacaba a caminar por el campo. Estas salidas de entrenamiento eran cronometradas rigurosamente, siguiendo un programa casi secreto, todo un alarde científico consensuado entre "compositores" de probada trayectoria en el arte de las carreras cuadreras. Duran-te el verano, el Pajarito gozaba de un box acondicionado con materiales aislantes y en el invierno no faltaban las estufas y las mantas de lana, amén de un obsesivo control diurno y nocturno para verificar su bienestar.
Pero con tanto afecto sobre sus flancos, el Pajarito nunca había ganado una carrera y era éste el motivo de los desvelos entre sus allegados. Incluso era la preocupación del barrio, acentuada en esos lunes de sonrisas escasas, como cuando lo goleaban al Sportivo Toay. Inevitablemente surgían las conjeturas y los comentarios, nunca las "cargadas" porque la libreta del almacén del Gordo no se arriesgaba, pero todo el mundo sufría esperando un éxito que tardaba demasiado en llegar.
En un cónclave de vereda, tres expertos en asuntos varios - Escaraciola, don Zambruno y mi viejo - analizaron a fondo el problema. En principio de-terminaron que el Pajarito podría no tener el pedigree adecuado a la función que le pretendían asignar. Lo veían con más condiciones para caballo de tiro que de silla, dicho esto con una dosis elevada de maldad, bien es cierto. En segundo lugar, cuestionaban por exagerada la cuota de alimento diario del equino, lo que había determinado que el Pajarito estuviera muy gordo para correr cuadreras.
La instancia de transmitir el dictamen al dueño era empresa difícil. Considerando que al caballo lo habían comprado en Buenos Aires pagando una fortuna por su linaje certificado, no era prudente cuestionar genealogías. En cuanto al estado atlético, hubiera sido temerario sugerir la aplicación de regímenes alimentarios en un templo de la gastronomía exuberante, como lo era el emporio del Gordo. Lo único que hubieran conseguido era desatar una de aquellas formidables carcajadas que perforaban las siestas, junto a un rechazo total de los consejos sobre dietas, en el mejor de los casos. O sea que las conclusiones del encuentro, como tantos casos conocidos, pasaron a engrosar el archivo de las misivas que nunca llegaron al buzón de sugerencias.
Un buen día don Fortunato desplazó al Petizo Galli de la conducción del Pajarito en las cuadreras, aunque siguió en el equipo como vareador. La monta fue ocupada por el Flaco Ferreira, cuyo escasísimo peso corporal lo indicaba como factor positivo para levantar las alicaídas performances domingueras. La novedad circuló por el barrio, movilizando las opiniones a favor o en contra de la medida, aunque el impacto se sintió con más intensidad entre los concurrentes a las mesas de naipes.
- Si no tenés bolas, con ser flaco no-más no sirve - cuestionaba por lo bajo un disgustado Petizo Galli.
- Pshh... te la vas a tener que comer, Petizo, pshh pshh - lo alentaba el Rengo Mendoza.
- Lo que tiene que hacer el Flaco cuando corra, es ir tranqui los primeros cincuenta metros, para guardar fuerza, ¿vio?... y después largarlo con todo - acotaba el mecánico Lucero, entre el segundo y el tercer trago.
- ¡Pará loco!... si lo frenás cincuenta metros, te pasan por arriba, loco... ¡y despué andá alcanzalo! - razonaba el Tuerto Videla, con un trago menos.
- Las cosas nunca vienen como se presentan - dictaba cátedra don Pedro - así que cada carrera representa una experiencia distinta, y la estrategia...
- Vea don - interrumpía el Lungo Gaute - lo mejor que ganen alguna vez, por-que ya no hay ma guita pa poné... yo voy pa`trá con el Pajarito, el Gordo, el Petizo y toda la milonga.
- Tendrían que ir a Bue-nos Aires, para verlo correr a Leguisamo. ¡Te lo viene trayendo por a-dentro como yilé, vea!
- describía con ademanes finitos el Cabo Gómez, con una caña dulce en el vaso - y cincuenta metros antes del disco, fishh... ¡y a cobrar!
La polémica podía eternizarse con todas sus variantes, entre consejos técnicos, opiniones y conjeturas varias, porque cada domingo dejaba materia de sobra para toda la semana. Los reveses no parecían afectar al entusiasmo de los seguidores, aunque por ahí aparecieran algunas deserciones.
- ¡Pshh!... estos tipos están locos y yo con locos no hablo, ¡pshh! - dijo un día el rengo Mendoza y se cambió de pulpería, para integrarse a los parroquia-nos de la de don Alcoba, un par de cuadras más al sur, sobre la misma vereda.
- Ya va a volver, dejalo nomás - fue el comentario de don Fortunato cuando se enteró del abandono.
Así estaban las cosas cuando el camino me apartó del pueblo con calles de arena y avenidas con eucaliptos. Hoy sería maravilloso regresar al patio de tierra apisonada, escuchar a los jugadores de cartas, atender por un rato el tanteador de la cancha de bochas, visitar a los gatos del galpón entre los fardos de pasto, hacerle "un dentre" al costillar en el asador o agregarle un balde de agua fresca al bebedero del Pajarito.
Enancados en los avances de la tecnología y la genética agropecuaria, podríamos sentarnos a conversar con don Fortunato sobre la posibilidad de adelgazar al parejero con una moderna dieta a base de alimentos balanceados, a tono con la época. En una de esas, al Petizo Galli y al Flaco Ferreira los salvábamos de las controvertidas llegadas tarde al disco y de paso, le cambiábamos la cara triste a los lunes de la gente del barrio, que bien se lo merecen.-


















 

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